domingo, 29 de diciembre de 2013

Hedy Lamarr en Ekstase (1933)


Todo un mito del erotismo cinematográfico nació en esta cinta checa dirigida con vocación tal vez un punto demasiado metafórica por Gustav Machatý --quien retomaría el tema de la niña-mujer en la hollywoodiense Conquest (1937). A diferencia de la Maria Walewska interpretada por una Garbo con más de 30 años de edad, la antiheroína de Ekstase es muy propia: responde al nombre de Eva (cómo no) y la encarna, sin más sutilezas que las de la inescrutable psicología femenina, Hedy Kiesler, de 18 años de edad. (Kiesler, que ya había participado en otras cuatro películas desde 1930, haría su debut americano como Lamarr en Algiers, de 1938, interrumpiendo un hiato profesional de cinco años.) Con su extraña belleza de rasgos pasionales y su núbil apariencia, la intemporal Kiesler (gestos de actriz silente y todo, acaso más "natural" que en futuros trabajos) sabe transmitir la insatisfacción de su personaje, una jovencita ranchera (entre Constance Chatterley y los designios sexuales de una ninfa de Lars von Trier) cuyas ecuestres veleidades afectivas la convertirán en poco menos que una femme fatale con inútiles remordimientos de consciencia.

     

lunes, 2 de diciembre de 2013

Natalie Wood: The Green Promise (1949)


En esta valiosa película con mensaje, la pequeña gran Natalie Wood (11 años de edad) interpreta a Susie, la soñadora hija menor de un granjero tiránico (Walter Brennan) cuyo gobierno familiar ostenta el conveniente disfraz de la democracia. Tal patriarcado se verá remecido por la consciencia ética, de raíces bíblicas señaladas en el título, de su nueva comunidad de vecinos, sobre todo cuando Abigail, la hermana mala (una de esas niñas echadas a perder que antagonizan de lo lindo en el melodrama americano), alimente el conflicto al acusar la desobediencia de la hermana mayor, Deborah, quien con Susie es apoyada por el joven representante de la ley en el pueblo. El actor clave de films como Rio Bravo y My Darling Clementine es puntualmente convincente y la futura estrella de Rebel Without a Cause poco menos que adorable en esta bucólica, amable cinta --cuyo rodaje, no obstante, marcaría la vida de Natalie, con una pulsera característica y un no menos perenne (y trágicamente premonitorio) miedo pánico a las aguas profundas-- que vale la pena rastrear.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Brad Renfro en The Client (1994)


El año 2008 no sólo vio la desaparición de Heath Ledger por culpa de sustancias químicas tan peligrosas, sino que también quien fuera niño prodigio de Hollywood, Brad Renfro, moría debido a las malditas drogas, aunque de manera totalmente oscura, tristemente olvidado e inclusive repudiado por su propia comunidad. Al caer en la espiral irreversible de su autodestrucción, Renfro perdió su brillante porvenir y finalmente su vida, después de desvanecerse en películas que nadie conoce o quiere conocer, quien había protagonizado uno de los mejores debuts del cine. Los Oscars que justamente honraron la memoria de Ledger, eligieron olvidar a este otro talento que también había hecho historia.




Basada en una novela de John Grisham, The Client permanece como una de las más interesantes cintas inspiradas en el autor, y como uno de los logros de un director tan irregular como intrigante, que tal es Joel Schumacher, realizador a quien debemos un título como The Lost Boys. En Memphis, el secuestro y asesinato de un senador por la mafia dispara acontecimientos que cambiarán las vidas de una madre soltera, sus dos pequeños hijos, y la abogada que se hará cargo de uno de ellos. Schumacher rueda la trama judicial y detectivesca explorando las clases sociales, las tipologías, los acentos, el ambiente en conjunto sin que éste obstruya el potencial de aventura, de riesgo, de confrontación siempre humana que circula en el torrente sanguíneo de un relato asentado en aspectos definitivamente sórdidos, de todo lo cual sabe aprovechar lo más beneficioso para la cinta. Como en su famosa adaptación de A Time to Kill (otro libro de Grisham), las emociones más básicas y las interpretaciones actorales se encuentran al servicio de una serie de eventos que nos descubrirán un ángulo con suerte inédito, angélico y demónico casi a un mismo tiempo de nuestra propia naturaleza. Y es, entre maestros del drama como Susan Sarandon y Tommy Lee Jones, el pequeño Brad Renfro quien tiene la responsabilidad de llevar la carga de toda esa experiencia sobre sus hombros, de tal suerte que el espectador pueda maravillarse ante la fortaleza admirable que una conmovedora actitud de tough kid esconde en el corazón.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Robert Duvall es Stalin


El hombre de acero de la URSS, aquella ilimitada nación diezmada y aterrorizada y asfixiada durante años como siglos, fue en primer lugar un horrible marido, padre y amigo. No estamos refiriéndonos a Superman, por supuesto, sino a Josef Stalin, alguien a quien el calificativo de anticristo parece quedarle todavía mejor que a su par Hitler: por algo aquél asistió a un seminario en su oscura juventud. El actor de actores que siempre ha sido el protagonista de The Great Santini (1979) y The Apostle (1997), “infame” por celebrar el olor del napalm de las mañanas pesadillescas en Vietnam (Apocalypse Now, 1979), recurre para su caracterización de tan diabólica figura histórica a su muchas veces desapercibida delicadeza intelectual, la misma que hizo emotivamente inolvidable su debut como Boo Radley en To Kill a Mockingbird (1962) y un tour de force casi invisible su necesario consigliere de The Godfather (1972). El monstruo inefable que representa en este docudrama de HBO (televisado inicialmente en 1992) es zafio y violento y estentóreo, pero nunca empuña el arma homicida y finalmente cae en la espiral escatológica de sus propios embustes maquiavélicos y sádicos delirios paranoides. Habría que agregar que, no es culpa de la sofisticación de Duvall pero, y no obstante la vocación de veracidad evidente en la producción, este hijo de puta era, fue, mucho peor. Indecible.

lunes, 19 de agosto de 2013

John Houseman en The Paper Chase (1973)

2 de Abril de 1974: Houseman recibiendo el Oscar de manos de la hermosa Cybill Shepherd

Allá por los primeros ochentas, las televisiones latinoamericanas transmitían una serie llamada, en Perú, Alma Mater, cuyo episodio piloto no oficial sería este filme --así como Fame (1980), la gran película de Alan Parker estelarizada por el inolvidable Barry Miller, lo fue de la multigalardonada y popular teleserie homónima. Ambientada en los dorms de Harvard y sus bibliotecas y círculos de estudio --más precisamente, su Facultad de Derecho--, el guionista y director James Bridges (también responsable de, por ejemplo, aquella delirante e igualmente memorable oda a Jimmy Dean titulada September 30, 1955) se beneficia del superficial e inmediato atractivo que sobre el público gozan los claustros universitarios debido al fenómeno aún tan reciente de Love Story (1970), para, sin embargo, sumergir al espectador en una experiencia cuya distancia académica o frialdad estilística la acerca en teoría más a una idiosincrasia británica, distancia que será cubierta progresivamente hasta culminar en un satisfactorio, y sorpresivamente emocionante, clímax siempre en el tono aparentemente quedo e intelectual del conjunto. La en realidad elegante y juvenil película destaca, entre otros motivos, por sus finas actuaciones: más aun que las del pseudo-hippy all-american boy hero de Timothy Bottoms y la bella y enigmática Lindsay Wagner, se impone el Profesor Kingsfield, compuesto por el legendario John Houseman (productor de Citizen Kane, y ganador del Oscar al Mejor Actor de Reparto por este rol, que prolongaría en las cuatro temporadas de la premiada teleserie), como un pequeño triunfo del sentido del humor (por minimalista que éste sea) sobre las adversidades de la discreción.

martes, 6 de agosto de 2013

Mario Adorf en La mala ordina (1972)

“Luca Canali": notable tour de force

El estupendo filme criminal del maestro del género Fernando Di Leo se mantiene justamente como uno de los más clásicos e influyentes neo-noirs, con un impacto indiscutible en la obra de cineastas de la posmodernidad tan universales como Quentin Tarantino: no hay más que iniciar el metraje para conocer inmediatamente a los dos matones (Woody Strode y Henry Silva) ad portas de un viaje a Italia que el espectador verá reflejado en su propia experiencia adentro de una narrativa irresistible. Como el insólito protagonista de esta visceral jornada ejecutada con brío sostenido y vibrantes brochazos de acción y suspenso, un Mario Adorf (el Luca Canali, insignificante y bravucón proxeneta milanés, que es a la vez objetivo de los gangsters y víctima de una confabulación de ribetes finalmente casi cósmicos) de pronto vulnerable y progresivamente transparente a las más personales emociones de la audiencia, para la cual se convierte en el centro humano de un vórtice sorpresivamente kafkiano, realiza (probablemente) la mayor labor dramática --trágica-- de su carrera histriónica, y sin por ello traicionar un ápice su vulgar, cómica, matizada, terrestre persona estelar: un estilo usualmente más bien antagónico, que, así aprovechado por un Di Leo próximo a Leone, paga y con creces, como el de su compañero Gastone Moschin en la igualmente brillante (aunque acaso menos admirablemente sencilla, fluida e indignante) Milano calibro 9, estrenada a inicios del mismo año. No se lo pierdan.

sábado, 20 de julio de 2013

George Clooney en From Dusk Till Dawn (1996)

Los hermanos Gecko: QT y "Seth"

Este experimento intergenérico sigue siendo sorprendente, y, como antes, no siempre por sus cualidades positivas --que las tiene. Por el año que Pulp Fiction debió ganar el Oscar a la Mejor Película de 1994, Quentin Tarantino aparecía no sólo como coprotagonista, sino también (para alivio de la Academia) como autor absoluto del guión de un inefable relato que podríamos describir como una road movie con paradero en el mismísimo infierno. Cuando la vi por primera vez, más cerca de su estreno, la secuencia introductoria me impactó como un clásico instantáneo de Tarantino, y no me cabía duda de que él mismo la había fotografiado; tal es la fuerza de su estilo como escritor, puesto que ahora me parece evidente que aquélla y (más particularmente) todas las demás escenas muestran el estilo relativamente inferior, individualmente chicano, del muy respetable Robert Rodriguez --siguiendo las señas técnico-creativas de su compadre, eso sí: para muestra, el típico plano subjetivo desde el baúl de un automóvil es más que suficiente. Lo cierto es que From Dusk Till Dawn empieza como una película de gangsters, y conforme progresa su atmósfera se torna incierta y enrarece hasta desatarse el pandemónium: inclusive la frondosa voluptuosidad de Salma Hayek, en un tentador baile merecidamente reclamado para las antologías, lleva ese nombre. El creador de algunos de los films más importantes de nuestro tiempo interpreta a un enfermo psicosexual, y, considerando el nivel creativo al que se somete a sí propio en este entramado, lo hace demasiado bien, galones de sangre y fetichismo del pie femenino como rúbrica innecesaria o excesiva. El hasta hacía poquísimo Mr. White, un barbado y envejecido Harvey Keitel, pierde su carnet del Actors Studio, en lo que se me antoja una parodia etílica del bad lieutenant que bordó para Abel Ferrara. Juliette Lewis, la faz aniñada y el talante maduro, tampoco conserva la calma, y, aunque se atreve con la perversión prístina que enturbia sus papeles desde Cape Fear, casi nos hace olvidar a su Mallory tarantiniana. Los heroicos Fred Williamson y Danny Trejo lucen casi deplorables; no se salva ni Salma, pues ella es la primera en desgarrar la realidad ficticia y vestir la carnaza vampírica: vampiros de verdad, dirán a estas alturas muchos (rescatando la ironía “crepuscular” del título en castellano), pero vampiros sin estilo, desgañitados, monomaníacos y con ganas de una Sal de Andrews que nos quite la indigestión. (En mi visionado original, no había cómo convencerme de que la familia del Conde Drácula en pleno no tomaba el asunto por asalto ni bien finalizada la introducción, cuando en verdad el destripe empieza a la mitad.) No obstante todo esto que hemos dicho --y solamente respecto al elenco--, y entre otras acaso demasiado infrecuentes bondades de una cinta que debe de ser un gusto adquirido en toda regla para sus presuntos adeptos --y que, de todos modos, me ha parecido bastante mejor que antaño--, George Clooney utiliza su clase y su presencia como recursos interpretativos para llenar de entidad a su (tarantinamente nominado) Seth Gecko, un criminal consciente de su equilibrio privado, de su fortaleza, de su profesionalismo, de su responsabilidad, pero también de su humanidad imperfecta, y acaso también de predicar lo cool transcrito en Clooney.


Plus: Sólo una estrella de su calibre posee el autocontrol requerido para evitar la visión de un trasero cimbreante como el de Salma.    

sábado, 6 de julio de 2013

Jean-Pierre Léaud en La maman et la putain (1973)


1973 fue un año especial para el eterno Antoine Doinel. Aquélla fue la temporada de El último tango en París, escándalo en el que compartía tiempo de pantalla con Maria Schneider, pero sobre todo --aunque ninguna escena-- con un titánico Marlon Brando a la altura de su propia leyenda, bajo la dirección fotográfica (que no dramática) de Bernardo Bertolucci, un cineasta grandísimo cuyo método, sin embargo, era tan europeo e irónico como el del veterano Léaud. Después de Los cuatrocientos golpes, y en una vena menos típica que la del Tango, no obstante, el soberano triunfo del actor francés sería otro filme de naturaleza, llamémosle así, filosófico-erótica (si podemos comprender un erotismo político, más intelectualmente efectivo en su capacidad destructiva o subversiva que el solitario amago de pornografía casi metalingüística practicado por Brando con mantequilla), donde su monumental interpretación protagónica sí lograría representar a esa otra escuela actoral (la de la Nouvelle Vague, en oposición al Método del Actors Studio), aunque siempre por debajo de su inigualable trabajo infantil con Truffaut --hey, el inmortal Brando será el mayor histrión del mundo, pero Antoine Doinel, con toda su vulnerable dureza, tenía que crecer para medirse con él. 

En la aclamada y controvertida película de Jean Eustache, el pasoliniano y sufrido héroe ocioso de Léaud es un narcisista artista del pensamiento, un monologante púgil dialéctico enamorado de las contradicciones primorosas de la vida y de la paradójicamente existencial vocación amatoria de las mujeres, criaturas ya entonces poco menos que enigmáticas. El previsible ménage à trois (la morena Bernadette Lafont y la rubia Françoise Lebrun lo completan) es mucho (muchísimo) menos un clímax físicamente provocativo que el lírico remate de una larguísima disquisición reflexiva sobre la (in)comunicación y su cíclico contexto histórico-social, un debate vigente que todavía interesará a los cinéfilos militantes.

   

viernes, 17 de mayo de 2013

Ryan Phillippe en Little Boy Blue (1997)

East of Eden no es...

Una de las películas memorables que vimos en la década del resurgimiento del cine independiente americano fue este drama sureño, sórdido y conmovedor, donde todo es peor de lo que parece y con todo lo último que se pierde es la esperanza. Ryan Phillippe, en su juventud propiamente híbrida entre Brando y Jimmy Dean, es Jimmy West, un adolescente bello como un poema y escindido ante la disyuntiva de un futuro en la universidad y junto a su novia Tracy, o congelado para siempre dentro de la pesadilla familiar. Su padre es John Savage, un veterano de la guerra del Vietnam, quien lo obliga a acostarse con su madre, Nastassja Kinski. Sus pequeños hermanos son lo único que lo retiene en este pequeño pueblo texano olvidado de Dios. Además de Phillippe, el guión y la puesta en escena, el contemplativo montaje, que permite sentir el paso del tiempo y la zozobra del calor, infunde la sensación de peligro inminente por razones que escapan al destino más ordinario en esta profundamente triste y contenida parábola de las miserias humanas.

martes, 23 de abril de 2013

María Félix en Incantesimo tragico (1951)


En esta recóndita producción rodada en los legendarios estudios de Cinecittà, la Doña vuelve a ser (cómo no) una femme fatale, pero esta vez se hace mucho más nítida, si cabe, la raíz demónica del tipo. La atmósfera que envuelve a la rural y añeja casa dieciochesca a donde va a parar --cual turista accidental en los áridos parajes de unas mediterráneas Cumbres borrascosas-- gracias a su casi apresurado casorio con el apuesto (pero pobre, y luego, peor, emocionalmente distante) príncipe campesino que incorpora Rossano Brazzi, es de horror gótico a lo Mario Bava --la guinda siendo un soundtrack descaradamente espeluznante, como de órgano en misa negra presidida por Karloff. Y además la historia ayuda: la vanidosa Oliva (Félix) resiente desde un inicio la indiferencia de su esposo y la hostilidad de su suegra y la vida encerrada al aire libre de la agreste montaña, pero todo se agrava como en una pesadilla sibilina cuando el viejo patriarca (el también grande Charles Vanel) descubre por casualidad un antiguo tesoro maldito en una tumba morisca --que recuerda, premonitoria, los ruinosos escenarios sacrílegos de The Omen; por casualidad, ya que en esta película las coincidencias son sospechosamente inteligentes. Entonces, un encantamiento por obra del mismísimo Diablo se apodera de la retirada familia, con funestas y pertinentes consecuencias. La diva mexicana interpreta a su propio personaje en el doblaje al español, pero su trabajo impresiona aun más por su ideal presencia en ciertas escenas (como aquélla, de oportuna lucidez, en la cual cree verse a sí misma en la piel de la mujer retratada en la miniatura del prohibido medallón, retornando de entre los muertos envuelta en los haces lujuriosos de una engañosa visión a plena luz de día). Completan el reparto Massimo Serato como el hechizado Berto, un intrigante Giulio Donnini y las hermanas Emma e Irma Gramatica (ésta última en el rol de la espectral y clarividente abuela).

jueves, 4 de abril de 2013

Jennifer Connelly en Phenomena (1985)

Oh little Jenny: Jennifer Connelly es Jennifer Corvino, la desarraigada princesita amiga de los insectos

Como Suspiria, una obra maestra del horror inspirada en Snow White and the Seven Dwarfs, este giallo fantástico de Dario Argento relata un “cuento de hadas” destilado en estilístico aquelarre: una niña americana viaja a Suiza para estudiar en un exclusivo college, sin prever las consecuencias que a su arribo tendrá la colisión de dos factores: la serie de grotescos asesinatos sin sentido que se están cometiendo en la zona misma del internado, y la paranormal conexión íntima de la joven estudiante con toda clase de bichos (moscas, abejas, gusanos, etc.). Una de las bellezas más talentosas del cine protagoniza esta onírica fábula y condensa la secreta ternura de su trama --que no su inescapable, subterráneo, diabólico pánico: Jennifer Connelly, a sus frescos 12 años y pico, había sido descubierta por el gran Sergio Leone en Once Upon a Time in America, y ahora, Lolita en ruta por las Europas (por supuesto, el equipo de rodaje no salió de Italia), se encontraba ella misma como su personaje, en tierra extraña y ultramarina, en un continente llamado Argento --¿o es Argentina?--, en una especie de summa personal matizada de referentes dialógicos; entre Carrie, el Hitchcock de Psycho, y los incestuosos delirios nabokovianos del más sofisticado primo mediterráneo no reconocido de Cronenberg, sin embargo, la núbil actriz supo imponer el sortilegio de la divina armonía. Desde la sublime interpretación de Henry Thomas en E.T. the Extra-Terrestrial (y la injusta sustitución de E.T. por Elliott aquí sólo es debida a razones de especie) dos años atrás, probablemente no surgiese una imagen infantil/adolescente con la fuerza poética de esta “(Little) Lady of the Flies”, simbólica y carnal sublimación sexual injustamente menos valorada hoy en día al igual que la satisfactoria pieza, con adecuado hedor a azufre, que estelariza*. No sólo la pequeña Jenny llevó a cabo una labor aun físicamente arriesgada (observen la escena de sonambulismo en plena carretera nocturna, con esos raudos automóviles embistiéndola una y otra vez, para la cual se prescindió de una doble de cuerpo), sino que su rica interacción con un Donald Pleasence entomólogo e inválido --y su inolvidable mona enfermera--, el temple de su maduro carácter y, en general, la capacidad para enfrentar ese resabio de misoginia que contribuye a dar más profundidad a la arquitectura pesadillesca del decadente arte (aunque algunos digan “artesanía”) de Argento, donde la perversión criminal es la tragedia y la catarsis hechas lúcida y freudiana (y, en este caso, a lo Bava, a lo Fulci, visceralmente gore-ish) ficción, son todas cualidades de una actriz más que notable en la flor de su feminidad humana y profesional.




*Me refiero, por si hace falta decirlo, a la actual apreciación de la tierna Jennifer de esta película. La de otras (la bastante después oscarizada de A Beautiful Mind, inclusive la próxima Dorothy posmoderna de Labyrinth) es, afortunadamente, otro cantar.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Christian Bale en The Machinist (2004)


En una de las proezas actorales más especialmente encomiadas de los últimos años, Christian Bale es Reznik, un insomne lector de Dostoevsky a quien empiezan a sucederle situaciones peligrosas e incomprensibles en la fábrica donde trabaja. Para interpretar al paranoide protagonista consumido por 365 noches en vela y una culpa sostenidamente oscura e inmarcesible, el musculado (y sobresaliente) intérprete de American Psycho y Batman Begins luce el físico de un prisionero de Auschwitz o de una víctima terminal del VIH --De Niro who? Curiosamente, Jennifer Jason Leigh (a quien su rol en este filme le debe de salir tan natural después de su antológica Tralala en Last Exit to Brooklyn) lo considera su cliente predilecto, y hasta la española Aitana Sánchez-Gijón lo favorece --y su pequeño hijo parece estar conforme. El inquietante Michael Ironside también aparece en un personaje clave. Pero lo cierto es que esta psicologista producción anglo-hispana le pertenece a Bale (cuyo conmovedor tour de force alcanza un clímax de lucidez y emoción profundamente humanos), y en el apartado técnico a la sombría fotografía de cuidados colores apagados de Xavi Giménez.

lunes, 18 de marzo de 2013

Branka Katić en Crna mačka, beli mačor (1998)

Branka, más modosita, en la teleserie Big Love

Gato negro, gato blanco es una de las obras cumbre de Emir Kusturica, y probablemente también una de las mejores comedias de su década. Esta épica surrealista, desenfrenada y esperpéntica ambientada en el mundo delictivo de la gitanería serbo-croata --al igual que aquella inolvidable, traumática inmersión en el realismo mágico de los Balcanes llamada Tiempo de gitanos (1988)-- cuenta con la genialmente desbordante actuación de Srdjan Todorovic como el desmadrado gánster Dadan, una banda sonora plena de la música más festiva y exquisitamente exótica explayada en imágenes de pura imaginería felliniesca e incontinencia tremendista como poquísimas veces han turbado los sentidos desde una pantalla, y, muy especialmente, la maravillosa belleza indeleble de Branka Katić como la silvestre, milagrosa, luminosa Ida --entre otros atractivos de un título que no puede pasar desapercibido para nadie tocado por la ensoñación del celuloide.

 "Ida" y el afortunado Florijan Ajdini en una escena del film

lunes, 4 de marzo de 2013

Noah Calhoun que estás en los cielos

Sans los cisnes: Rachel McAdams (Allie) y Ryan Gosling en The Notebook

Aún recuerdo aquella biografía en E! donde A. J. Benza, Vincent Gallo y otros celebraban la singularidad de Mickey Rourke: ¿Qué habría sido de uno de los mitos actorales del cine americano de los ochentas si, en plan fatal a lo Jimmy Dean, la vida hubiese terminado al cabo de rodar The Pope of Greenwich Village (1984)? Rourke es más que un actor, como Travolta, y Gallo afirmaba que ya le gustaría a Sean Penn ser Mickey Rourke. ¿Qué tal, me pregunto ahora, si Penn hubiera muerto unas semanas antes del estreno de At Close Range (1986)? ¿Si River Phoenix hubiese caído a la salida del Viper Room de Johnny Depp a sólo horas de la premiere de Running on Empty (1988)? ¿O Depp acribillado por la policía después de destrozar su cuarto de hotel ya finalizada la fotografía principal de Don Juan DeMarco (1995), o, antes, de un prematuro ataque al corazón por lo que él consideraba la vergonzante calidad de 21 Jump Street? ¿DiCaprio demolido por una de sus habituales juergas adolescentes en plena Leomanía a causa del Titanic? ¿Si la conspicua quijada que hizo de Rob Pattinson una estrella internacional se hubiese dejado caer en la misma premiere de Twilight (2008), víctima de alguno de sus indignados críticos, insospechadamente psicótico? Alguien habría podido observar en voz alta que, a diferencia de la insólita belleza de rasgos extraños como de otro mundo de Edward Cullen, River era tanto más que una soberbia mata de cabello que es aun insultante recordarlo --un pelo el de River que era parte integral de su trabajo (y lo fue en el film de Sidney Lumet), no obstante--, e incluso Noah Calhoun resulta injustamente el verdadero héroe romántico olvidado por las veleidosas quinceañeras con sólo un lustro más de vida encima. Y entonces sí, se nos ilumina el pensamiento: el género de las chick flicks es salvaje de corazón (por algo la frase es de Tennessee Williams), sino miren, pues, a Ryan Gosling en probablemente el único gran clásico de su filmografía. The Notebook (2004) fue y es todavía y acaso siga siendo indefinidamente un gesto de auténtica rebeldía en los tiempos de una posmodernidad muy frecuentemente cínica y descreída, amén.