Oh little Jenny: Jennifer Connelly es Jennifer Corvino, la desarraigada princesita amiga de los insectos
Como
Suspiria, una obra maestra del horror inspirada en Snow White and
the Seven Dwarfs, este giallo fantástico
de Dario Argento relata un “cuento de hadas” destilado en estilístico aquelarre:
una niña americana viaja a Suiza para estudiar en un exclusivo college, sin
prever las consecuencias que a su arribo tendrá la colisión de dos factores: la
serie de grotescos asesinatos sin sentido que se están cometiendo en la zona
misma del internado, y la paranormal conexión íntima de la joven estudiante con
toda clase de bichos (moscas, abejas, gusanos, etc.). Una de las bellezas más
talentosas del cine protagoniza esta onírica fábula y condensa la secreta ternura
de su trama --que no su inescapable, subterráneo, diabólico pánico: Jennifer
Connelly, a sus frescos 12 años y pico, había sido descubierta por el gran Sergio
Leone en Once Upon a Time in America, y ahora, Lolita en ruta por las Europas
(por supuesto, el equipo de rodaje no salió de Italia), se encontraba ella
misma como su personaje, en tierra extraña y ultramarina, en un continente
llamado Argento --¿o es Argentina?--, en una especie de summa personal matizada
de referentes dialógicos; entre Carrie, el Hitchcock de Psycho, y los
incestuosos delirios nabokovianos del más sofisticado primo mediterráneo no
reconocido de Cronenberg, sin embargo, la núbil actriz supo imponer el
sortilegio de la divina armonía. Desde la sublime interpretación de Henry
Thomas en E.T. the Extra-Terrestrial (y la injusta sustitución de E.T. por Elliott aquí sólo es debida a razones de especie) dos años atrás, probablemente no surgiese
una imagen infantil/adolescente con la fuerza poética de esta “(Little) Lady of
the Flies”, simbólica y carnal sublimación sexual injustamente menos valorada
hoy en día al igual que la satisfactoria pieza, con adecuado hedor a azufre, que
estelariza*. No sólo la pequeña Jenny llevó a cabo una labor aun físicamente
arriesgada (observen la escena de sonambulismo en plena carretera nocturna, con
esos raudos automóviles embistiéndola una y otra vez, para la cual se
prescindió de una doble de cuerpo), sino que su rica interacción con un Donald
Pleasence entomólogo e inválido --y su inolvidable mona enfermera--, el temple
de su maduro carácter y, en general, la capacidad para enfrentar ese resabio de
misoginia que contribuye a dar más profundidad a la arquitectura pesadillesca
del decadente arte (aunque algunos digan “artesanía”) de Argento, donde la
perversión criminal es la tragedia y la catarsis hechas lúcida y freudiana (y,
en este caso, a lo Bava, a lo Fulci, visceralmente gore-ish) ficción, son todas
cualidades de una actriz más que notable en la flor de su feminidad humana y
profesional.
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