1973 fue un año
especial para el eterno Antoine Doinel. Aquélla fue la temporada de El último
tango en París, escándalo en el que compartía tiempo de pantalla con Maria Schneider,
pero sobre todo --aunque ninguna escena-- con un titánico Marlon Brando a la
altura de su propia leyenda, bajo la dirección fotográfica (que no dramática)
de Bernardo Bertolucci, un cineasta grandísimo cuyo método, sin embargo, era
tan europeo e irónico como el del veterano Léaud. Después de Los cuatrocientos
golpes, y en una vena menos típica que la del Tango, no obstante, el soberano
triunfo del actor francés sería otro filme de naturaleza, llamémosle así,
filosófico-erótica (si podemos comprender un erotismo político, más intelectualmente
efectivo en su capacidad destructiva o subversiva que el solitario amago de
pornografía casi metalingüística practicado por Brando con mantequilla), donde
su monumental interpretación protagónica sí lograría representar a esa otra
escuela actoral (la de la Nouvelle Vague, en oposición al Método del Actors
Studio), aunque siempre por debajo de su inigualable trabajo infantil con
Truffaut --hey, el inmortal Brando será el mayor histrión del mundo, pero
Antoine Doinel, con toda su vulnerable dureza, tenía que crecer para medirse
con él.
En la aclamada y controvertida película de Jean Eustache, el
pasoliniano y sufrido héroe ocioso de Léaud es un narcisista artista del
pensamiento, un monologante púgil dialéctico enamorado de las contradicciones
primorosas de la vida y de la paradójicamente existencial vocación amatoria de
las mujeres, criaturas ya entonces poco menos que enigmáticas. El previsible
ménage à trois (la morena Bernadette Lafont y la rubia Françoise Lebrun lo
completan) es mucho (muchísimo) menos un clímax físicamente provocativo que el
lírico remate de una larguísima disquisición reflexiva sobre la
(in)comunicación y su cíclico contexto histórico-social, un debate vigente que todavía
interesará a los cinéfilos militantes.
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