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miércoles, 18 de enero de 2012

Elogio del Padrino



Las brevísimas 2:45 horas de este documental de TCM sobre quien es el mejor actor de la historia universal no deben desalentar a nadie. Brando (2007) --o, más bien, brando.-- es una producción que consigue una mirada abarcadora, a veces insuficiente, otras precisa, siempre objetiva en medio de las diversas opiniones verbalizadas, y sin perder nunca el paso, ágil y fragmentario, emotivo y grave. Brando era tan fascinante, que la producción inevitablemente será del agrado, si no satisfacción, de unos cuantos, y provocará una respuesta de contundente decepción en el resto. Lo cual no es necesariamente un defecto notable del documental, que logra ser entretenido y revelador, y cuyo protagonista fue casi siempre demasiado grande para las cintas que interpretó.

Marlon Brando, el hombre y el actor, es recordado por amigos, familiares, colegas y admiradores en general, muchos de ellos nombres importantes del cine moderno, todos los cuales coinciden en el reconocimiento sin fisuras de la inmensurable deuda que el arte dramático en particular y la cultura del siglo XX y ésta incipiente del XXI tienen con quien un 3 de diciembre de 1947 cambió para siempre nuestra percepción del mundo en un teatro de Broadway. A Streetcar Named Desire, escrita por Tennessee Williams y dirigida por Elia Kazan, para fortuna de todos, fue llevada a la gran pantalla en 1951, y el acto iconoclasta, disidente, terrorista, profundamente revolucionario e insuperable de Brando puede ser atestiguado una y otra vez gracias a ello. John Gielgud, su compañero de reparto en Julius Caesar (1953), compuso al parecer el mejor Hamlet jamás interpretado por actor alguno, pero de aquella legendaria proeza no queda más testimonio que un puñado de reseñas de la época. De haberse dado las cosas de manera semejante, el frustrado legado de Brando constituiría una verdadera tragedia de las artes, y ya no sólo en parte debido a la displicencia que negó a su genio rebelde la oportunidad de hacer las delicias póstumas de William Shakespeare en montajes de Otelo, King Lear y Hamlet, que ahora solamente podemos recrear en la penumbra definitiva de nuestra imaginación.

Eficientemente montada, la descripción del itinerario de Brando se desenvuelve como una ilustración y una reflexión constantes, basada en clips, fotografías, programas de entrevistas, y en conversaciones especialmente organizadas para este documental. Insertadas a lo largo del metraje, películas caseras e imágenes que ayudan a echar un vistazo a lo que era su realidad más privada. Su filmografía es comentada, a veces con ramalazos de inspiración, por cineastas como Al Pacino, Martin Scorsese, Arthur Penn y Bernardo Bertolucci. Su compromiso con los derechos civiles de negros e indios americanos está tratado con bastante inteligencia. Su vida personal es materia de una inspección oportunamente decorosa. No obstante, los demonios íntimos que fueron el combustible del arte brandiano son descubiertos ocasionalmente. De visión obligatoria.


viernes, 9 de septiembre de 2011

Brando, el pionero

Brando y Everett Sloane en The Men

Todo tiene un principio. La revolución del arte dramático en el siglo XX se originó en las tablas: un 3 de diciembre de 1947, el estreno en Broadway de A Streetcar Named Desire marcó para siempre un antes y un después en el mundo de la actuación. Como era de esperarse, inmediatamente arreciaron las ofertas hollywoodenses. El líder rebelde, lógicamente, se tomó su tiempo. La meca del cine le provocaba cierto rechazo. El título que finalmente eligió para culminar la transformación de todo un medio expresivo sería un filme muy insuficientemente favorecido por la taquilla, razón por la cual su siguiente película, A Streetcar Named Desire (Elia Kazan, 1951), se haría con esa gloriosa responsabilidad. Sin embargo, el debut cinematográfico de Marlon Brando se tituló The Men (1950).

Teresa Wright en una de las mejores escenas del filme

Dirigido por Fred Zinnemann (quien ya había auspiciado la aparición de otro joven maestro de la actuación en las pantallas, Montgomery Clift, y realizaría más tarde cintas de inusual brillo como From Here to Eternity o The Day of the Jackal), el brutal Kowalski del drama de Tennessee Williams se transforma en Ken Wilcheck, el singularmente taciturno paciente de un hospital de veteranos estadounidense durante la II Guerra Mundial. Cuenta la leyenda que Brando erraba muerto de hambre entre las ruinas del viejo continente (Francia, concretamente), cuando los responsables de la producción le hicieron su última oferta --una que el futuro Padrino, afortunadamente, no pudo rechazar. Brando pasó un mes internado en un verdadero hospital de paraplégicos, dando inicio histórico a la búsqueda de autenticidad que sus más conspicuos herederos luego harían notoriamente obsesiva. El resultado fue un debut a la altura de la estrella de cine que llegaría a ser: el más grande actor que pisó alguna vez un set de filmación.

Jack Webb y Brando durante una pausa del rodaje

sábado, 27 de noviembre de 2010

Brando en Sayonara (1957)


Una de las raras características de esas personalidades tan raras que son los genios, es su tendencia a ser incomprendidos. A continuación, unas líneas que tracé años atrás cuando vi la fina cinta dirigida por Joshua Logan, que luce a un Brando excelente, por primera vez:


Brando en Sayonara. Veamos: una película sobre oficiales de la Fuerza Aérea Norteamericana en el Japón posterior a las dos bombas atómicas (no tan inmediato tampoco, sino cuando terminaba la Guerra de Corea, o sea que las cosas no estaban tan feas ya, de algún modo) no suena mal. Claro que tampoco sugiere la gran cosa. Pero, esperen; todavía no hemos hablado sobre qué va la peli en realidad. Aquí no veremos algo como La batalla de Inglaterra ni nada parecido. El argumento se concentra en cierto cambio que experimenta la rutina del Mayor Gruber, considerado un héroe en la institución: contrario a los planes que tiene un decidido hombre de su regimiento de casarse con su novia japonesa, termina enamorándose de una belleza y a las puertas del matrimonio, cuando lo vemos por última vez y reaparece el logo de la Warner. No tenemos que decir que aquella unión y ésta y todas las de su tipo son mal vistas, censuradas por las fuerzas militares. Y las consecuencias pueden ser desgraciadas, funestas. Estamos, pues, frente a un melodrama con un escenario y un marco histórico que le proporcionan sus tensiones. Interesante. Además, está el asunto de la sociedad y el individuo, la individualidad y su lucha dolorosa por ser. Importante punto a favor. 

Pero no podemos engañarnos. Evidentemente ésta es una mediocridad en la filmografía de Brando. Éste se encuentra perdido en el rol de alguien que es convencional, simple y ordinario. Totalmente el opuesto del actor.


Por supuesto, quien estaba perdido era yo.


A la vuelta de la misma hoja de cuaderno aún reitero:


Brando en Sayonara. Creo que es el que menos me ha impactado. El Brando más aburrido. Más que El americano feo. Incluso el menos agraciado. En películas como Superman o Don Juan de Marco exhibe un carisma y una presencia física que no se encuentran para nada en Sayonara. Además (sobre todo), el genio duerme mientras su insulso personaje habla, discute y se enamora. El argumento melodramático de la película tiene sus alcances, pero pudo haber sido más, mucho más si el gran Marlon no se hubiese sentido fuera de lugar. Y es que este personaje es para un actor convencional/cualquier otro actor.

Resumen: Una muy mala actuación de Brando. [Decepcionante] No sé cómo pudieron pagarle. Una película que se queda en sus pretensiones aparentemente buenas.


En resumen, hay filmes que merecen más de una oportunidad, y el que sale ganando es el espectador.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Apoteosis de Brando


En los años que siguieron inmediatamente a A Streetcar Named Desire, el más grande actor de la historia continuó su colaboración con Kazan --Viva Zapata! (1952)--, e incluso hizo algo que todos esperaban que hiciera: un papel shakespeareano, aunque no fue precisamente aquel Hamlet anhelado, sino el Mark Antony de Julius Caesar (1953). De todas maneras, y pese a bordar personajes de tal calibre, Brando era aún identificado como el bruto Stanley. Muchos críticos vieron a Emiliano Zapata más o menos como al antagonista de Tennessee Williams disfrazado de líder mexicano. Ante el inminente estreno de Caesar, más que abundaban las chanzas en torno a un Brando en toga recitando académicamente; durante el famoso monólogo sobre el caído dictador, sus vestiduras ya rasgadas tendrían que preceder a un más famoso exabrupto: "Steeeellaaa-a-a-a!!!".

Tuvo que ser otra obra (maestra) de su descubridor y mentor la que permitiera al intérprete despojarse del ambiguo estigma de Streetcar en cuanto prematuro encasillamiento en tan glorioso cliché. Aún fresca su creación de otro icono perdurable, el motorista marginal de The Wild One (1953), no fue hasta On the Waterfront (1954) que se dejó de hablar de Kowalski como de su logro insuperado. El protagonista era Terry Malloy, un ex-boxeador que trabajaba de estibador y ocasional matón para la mafia que controlaba los muelles de New York. Pese a que a Brando se le ofrecía nuevamente el rol de un tipo duro, las diferencias eran extraordinarias: Malloy se situaba sorprendentemente en los antípodas de Stanley.

Sí, era la versión inconsciente y masculina de Blanche*. El guionista Budd Schulberg había elaborado junto a Kazan una interesante transposición de personajes: Karl Malden, quien no había aparecido en Zapata, efectuaba una redención total de su oscarizado Harold 'Mitch' Mitchell en el beatífico pero streetwise Padre Barry; otro discípulo de Kazan, Rod Steiger, en el papel de Charley 'the Gent', hermano mayor de Terry, dividido entre la lealtad debida a éste y la que profesa por Johnny Friendly, el jefe interpretado por Lee J. Cobb, era una Stella mucho menos atractiva pero también mucho más trágica; mientras que el Kowalski de Cobb resultaba necesariamente menos humano. Finalmente, On the Waterfront presentaba a Eva Marie Saint, una actriz de teatro y televisión, en el rol de Edie Doyle, ángel de la guarda de Malloy. Me pregunto si ella es el equivalente del joven marido que la perturbada Blanche evocaba tan lamentablemente.

Porque, de alguna manera, Brando y Kazan terminaron su sociedad filmando de nuevo su primera obra, aquélla que dio pie al mito. On the Waterfront empieza también con el hallazgo de un escenario indeseado, la diferencia es que Terry Malloy no tiene que transportarse físicamente para hacer esa incursión; y, también al igual que Streetcar, concluye con el villano gritando amenazante su impotencia.

*Kenneth R. Hey propone una tesis de la transferencia distinta en su ensayo "La ambivalencia como tema en On the Waterfront: un estudio interdisciplinario".  

lunes, 26 de abril de 2010

Anthony Quinn


Al igual que otros nombres dorados suscritos por el Actors Studio (Jimmy Dean, Marlon Brando, Paul Newman), este legendario, versátil actor --probablemente la mejor exportación latina a Hollywood-- desarrolló un personaje cinematográfico de inaudita profundidad psicológica que echaba raíces en sus años formativos, un hombre-niño que podía mover su recio continente en ámbitos tan diversos como los cuadriláteros boxísticos y los caminos polvorientos de la marginada Italia de posguerra. Hijo de cofrades villistas, Quinn deseaba ser arquitecto, y sus dotes le dieron la oportunidad de estudiar con Frank Lloyd Wright, quien sería uno de sus varios padres adoptivos. Sin embargo, su destino pronto lo condujo a las clases de actuación y a las películas, siendo su debut un corto papel al lado de Gary Cooper. Se sucederían un tropel de clichés exóticos, siempre en roles secundarios, hasta que el actor decidiese poner otro rumbo a su incipiente carrera.

 

Tony Quinn, luego, ingresó al exclusivo Actors Studio de New York, donde halló un maestro en Gadge Kazan y un rival amistoso en Brando. Fue tal la capacidad que demostró en las sesiones, que Kazan le dio el protagonismo de Un tranvía llamado Deseo, el drama de Tennessee Williams que él mismo dirigía y con el cual su pupilo Marlon había transformado el arte escénico americano. Ambos intérpretes aparecieron por única vez juntos en el filme Viva Zapata! (1952); como el hermano del líder revolucionario, la expansiva naturaleza de Quinn contrasta con el carácter taciturno de Brando.



Después de su Oscar por este rol, ganaría la estatuilla sólo una vez más, también como actor de reparto. Sed de vivir (Lust for Life,1956) era una biografía de Vincent Van Gogh realizada con exquisita sensibilidad artística, en la cual Quinn se encargó del retrato de Paul Gauguin, figura clave en la tortuosa existencia del holandés. Sin exudar en ningún momento ambigüedad sexual, su concisa intervención da la réplica apropiada al Van Gogh de Kirk Douglas, haciendo creíble la posible relación homoerótica velada tras las delicadas imágenes.

La strada (1954) significó el lanzamiento de Tony Quinn a la esfera de los cultos internacionales. Esta bella alegoría sobre el amor imposible contiene tanta verdad. Cuando el más noble de los sentimientos irrumpe con fuerza en su vida, el strongman Zampanó se intimida, niega la realidad. Hiere al único ser que le importa. El alter-ego felliniano, mezcla de gimnasta circense y cómico de la legua, es gracias al intérprete uno de los seres más conmovedores de la historia del cine.


Más tarde vendrían Lawrence de Arabia y, por supuesto, Zorba el griego, aunque sus brillos pueden ser advertidos también en producciones menos conocidas. Tal es el caso de Requiem for a Heavyweight (1962), versión para la gran pantalla del clásico teatro televisivo de Rod Serling. En esta película de indudable calidad, Quinn forma una insuperable pareja romántica con la sensacional Julie Harris. Los ecos innegables de Nido de ratas no oscurecen las cualidades de Requiem, entre las que se encuentra la creación que el protagonista hace de Montaña Rivera, primo hermano de Terry Malloy. El rostro desfigurado del boxeador le exige una expresividad más esforzada que en Lawrence o Sed de vivir, trayendo a la memoria más bien un reto como el que encaró Boris Karloff en las películas basadas en la principal obra de Mary Shelley. El resultado es un personaje excelso, que no sólo guarda parentesco con Brando sino que también comparte el espíritu del Cyrano de Rostand y de la Bestia de Cocteau.