En una de las cruciales interpretaciones de su carrera fílmica,
la grandísima Jodie Foster es una pequeña misteriosa, quien vive aparentemente
sola en una casa alquilada, no asiste a la escuela, ni lleva la vida normal de
los niños de su edad. Por ahí, además, merodea, lupino acosador siempre al
acecho, el infinitamente despreciable hijo (Martin Sheen, siempre genial) de la
dama responsable del alquiler (Alexis Smith, la hermosa damisela de Errol Flynn
en Gentleman Jim) al invisible poeta padre de la insólita criatura. Acre film
de misterio con momentos que bordean (o, inclusive, alcanzan) el horror --esa
escena con el hámster, por ejemplo, desagradable hasta lo
insoportable--, basado en la novela de Laird Koenig (aunque, por su estructura y
desenvolvimiento, podemos afirmar que estaría más bien basado en la obra de
teatro que cuenta la misma historia, escrita por el mismo autor de novela y
guión), que, sobre todo, brinda una nueva oportunidad de re-apreciar la calidad
asombrosa de una actriz luminosa y, como lo prueba este metraje, capaz de
iluminar los resquicios más hondos y perturbadores del alma humana a tan breve edad
(véase los últimos minutos, en un close-up que el rostro de Jodie sostiene
implacablemente, algo verdaderamente aterrador y que nunca olvidará el
espectador) --una estrella como ninguna otra. La película: 3.5/5 La actuación
protagónica: 5/5
martes, 30 de diciembre de 2014
domingo, 23 de noviembre de 2014
Dennis Hopper en Night Tide (1961)
Esta película de culto, de sugerencias fantásticas, dirigida
por Curtis Harrington, muestra a Hopper --surgiendo así como protagonista de una producción independiente, tres años después de que Henry Hathaway lo exiliara de Hollywood-- en el personaje de un joven marino que
se enamora de una misteriosa mujer en las costas californianas. La
bella y enigmática desconocida, aun más que indiferente, hostil a los avances
de su pretendiente al inicio, resulta ser, aparentemente, una esquizofrénica o
una descendiente de las mitológicas sirenas --presuntamente asesina, en ambos casos, de dos previos
amantes. El estilo nocturno y pausado, tanto como los elementos de la trama y
el ambiente del muelle (el parque de diversiones, la playa, el propio océano),
alimentan el interés de la intriga, aún cuando el relato pueda tomar derroteros
inesperados o diferentes a los que el espectador tenía en mente --éstos acaso
más próximos a los de una adaptación de Lovecraft (no parece coincidencia que el último trabajo de Harrington, Usher, fuese financiado con la venta de un Libro de Thoth autografiado por Aleister Crowley) o, mejor, a Carnival of Souls (1962).
La música incidental de David Raksin es primorosa y, no obstante, de una
presencia excesiva; es ésta, o el tono lúdico y uniforme de las composiciones,
lo que termina incidiendo en la esencia misma del equívocamente ambiguo film, emocionalmente
distante de la tragedia invocada por el epígrafe (la estrofa que culmina la "Annabel Lee") de Poe que lo rubrica (y que, antes, le dio título), dejando
un inevitable sabor a incongruencia o extraño sinsentido. Por su parte, Hopper lleva a buen puerto
un héroe solitario, soñador, infantil, simbólicamente americano, en lo que
constituye, con justicia, una de sus memorables labores interpretativas: un retrato henchido
de omnívora curiosidad y ansiosa pureza, al cual el relevante actor y artista
adorna con los matices de una realidad más vivida que imaginada, abisal,
esencialmente vigente. 3.5/5
martes, 11 de noviembre de 2014
Zoe Kazan: Ruby Sparks (2012)
La nieta de mi cineasta favorito
protagoniza y escribe (¡!) esta imaginativa película sobre un joven novelista
(Paul Dano) que, enfrentando su prolongada sequía creativa, sueña y escribe a
su chica perfecta, la protagonista de su tan retrasada nueva novela, sin
imaginar que el conjurarla en la ficción la materializaría en la realidad. Así,
como si de la nada --¿recuerdan a los conejitos de Cortázar? así--, Ruby
aparecerá como un ángel muy humano, lejos de lo que podría haber resultado un
personaje tipo Zooey Deschanel a la enésima potencia, para confrontar al
enamorado inexperto con sus demonios, los literarios y el resto. A la metalingüística historia
original de Kazan (sorprendente debutante en la dramaturgia fílmica, cuya repetición ya esperamos), con una madura exploración de las relaciones de pareja
comparable a lo realizado por Spike Jonze el año pasado, se adecúa el
temperamento de quienes supieron dirigir Little Miss Sunshine (2006), al igual que
las actuaciones de Annette Bening, Dano, el perrito Scotty y,
por supuesto, su poetisa y propia musa: cuasi adorable, imperfecta, celeste,
flamígera, desastrosa, pecosa, pequeña, incontrolable como un deseo encarnado
en cine. 4/5
viernes, 17 de octubre de 2014
Julie Harris en I Am a Camera (1955)
El mismo año
que enamoró a las audiencias juveniles como la ideal Abra de John Steinbeck, ángel enamorado de Jimmy Dean y virgen kazaniana por antonomasia en East of Eden, la
maravillosa Julie Harris (1925-2013) fue la primera Sally Bowles del ecran. En esta
producción británica, la loca de Sally deja el promiscuo cabaret
de la Alemania en los albores del nazismo para desordenar la vida de un
aspirante a escritor (el mismo Chris Isherwood que, con el nombre de "Brian Roberts", Michael York haría
diecisiete años después, y quien trazó los autobiográficos textos originales),
encarnado por un Laurence Harvey de engolado penacho.
Para nuestra sorpresa, Harris no puede evitar que la excentricidad postizamente
adorable de Sally se convierta, antes de que se la deguste como a un buen y
oneroso champagne, en una conducta irritante. Hay algo en la naturaleza
artificial de esta Sally Bowles de florido lenguaje que contrasta sin jamás
terminar encajando en la rigurosa dulzura de Julie Harris --a quien, por si
acaso, vimos como uno de los más atormentados miembros de la fauna patológica
creada por Carson McCullers para su Reflections in a Golden Eye,
magistralmente adaptada por John Huston en 1967, o también, por vez primera, en
su aparición desbordante de soledad como la insólita amiga de Mallory Keaton (Justine Bateman) en
Family Ties…--; así que no puede tratarse sino de una honda incompatibilidad
entre personaje e intérprete --semejante acaso a la que Harold Clurman creyó
percibir entre Brando y Kowalski--, aunque Julie (nada sorprendentemente) fuese
premiada con un Tony por su trabajo como la primera Sally Bowles del teatro. Por
eso, debido a los términos de la problemática adaptación que nos hallamos
comentando, preferimos la famosa versión de Liza Minnelli para Bob Fosse en 1972;
precisamente lo contrario de nuestra valoración respecto de Pygmalion (1938), con la
en otras ocasiones enfadosa Wendy Hiller como la perfecta Eliza Doolittle, y
su contraparte musical My Fair Lady (1964), estelarizada por una eficiente pero inflada
Audrey Hepburn. De otro lado, la ya un tanto rotunda Shelley Winters (al igual
que Harris eminente actriz del Actors Studio) aparece como berlinesa alumna de
inglés del profesor Harvey. De todos modos, la mejor escena del cuando menos interesante film es una
secuencia en la residencia de un rico amante de Sally, donde se celebra una
especie de orgía médica de carácter absurdo y surreal, un microcosmos de la
estupidez y la crueldad humana en la cual el pobre protagonista, víctima de
unas fiebres de lo más inoportunas, representa al sacrificado semita de la función. I Am a Camera: 3.5/5 Julie Harris: 4/5
"Sally Bowles" circa 1952
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jueves, 2 de octubre de 2014
Fernando Rey en Locura de amor (1948)
“Felipe el Hermoso” y Bautista (“Juana la Loca”)
Fue esta
lograda cinta histórica dirigida por Juan de Orduña la que lanzó a Rey, en el
papel del rey Felipe I, al estrellato cinematográfico; pero, como
sucedería en A Streetcar Named Desire con Brando y Vivien Leigh --otro
delirante y dramático descenso hacia la descomposición mental-- tres años
después, los críticos y el público apreciaron más inmediatamente las florituras
y el oropel de la histérica interpretación que una conmovedora, absolutamente
sensacional inclusive en sus momentos menos persuasivos, Aurora Bautista
llevara a cabo de Juana de Castilla. Las intrigas palaciegas que terminaron con
la absurda muerte de Felipe y la celosa locura de la reina Juana nos recuerdan
la permanencia en el tiempo de las grandes pasiones, así como la consecuente
disipación de las mezquindades humanas, por más espesa que hubiere sido su
torpe trama. De noble presencia, voz educada y embozado manierismo, el apasionante
Rey, hasta entonces un actor promisorio y con ya sus tablas a cuestas (y 21 películas en su haber), retrata
al descarado Archiduque de Austria en su opaca transparencia trágica: un
donjuanesco cazador de villanas infieles, con la sonrisa inflándole los
fabulosos carrillos en un encanto de doble filo, reflejo de sutil cobardía y de
un relente ignoto en su consciencia: el huidizo amor eterno --presa fatal,
indiscriminante-- reconocido en el penitente lecho de muerte. Se trata, en
suma, de un inmejorable debut protagónico, y la oportuna anticipación de la
clase (la aristocracia hasta en el crimen: recuérdese, cómo no, al inolvidable
Charnier de The French Connection) y el sesgo surrealista clave --no olvidemos
que el amour fou tiene aquí, en el futuro alter ego buñueliano como el yerno de
Isabel la Católica, uno de sus objetos de deseo más singulares e infames-- que
constituirán la carrera del más internacional de los actores hispanos. El
filme: 5/5 La interpretación de Rey: 5/5
miércoles, 24 de septiembre de 2014
Sean Penn: Bad Boys (1983)
Como en el caso de Brando o de Pacino, Penn encadenó uno tras otro los
más importantes títulos de su carrera actoral ni bien le había dado inicio. A
Taps le siguió, antes de las igualmente necesarias At Close Range (1986) y The Falcon and
the Snowman (1985), este clásico de clásicos sobre las pandillas juveniles en la
ciudad de New York. El pelo largo y la desfachatez no son de Spicoli (el
hilarante y perennemente dopado surfer que popularizó el vocablo dude en Fast
Times at Ridgemont High, de 1982, excepcional aun en la obra de Penn), sino de un
personaje nada luminoso: Mick O’Brien, delincuente irredento que verá su vida
fatalmente cruzada con la de Paco Moreno (Esai Morales, el inolvidable hermano
mayor de Ritchie Valens en La Bamba) cuando, en un desastroso incidente relativo
a un cuantioso botín de narcóticos, mueran su mejor amigo y su hermano de 8
años de edad, respectivamente. El filme se mueve entre la calle y sus sombras y
los no menos oscuramente riesgosos recovecos de los recintos correccionales con
sobrada sapiencia y sin transigencias moralistas, áspero y torvo --y con cierta
reminiscencia de los mejores títulos policiales de los setentas-- pero también
responsable respecto de su delicado contenido. Cual un Jimmy Cagney redivivo,
Penn hace de su adolescente antihéroe un dinamo de rauda emoción masculina,
sublimada por la madurez neurótica del Jimmy Dean de Rebel Without a Cause:
Mick parece tener en cada una de sus escenas una antesala de esa prueba que lo
espera, ineludible e injusta, en los últimos cinco minutos de la cinta; se
trata, en cada mirada huérfana y desolador gesto, en cada voz quebrada y
silencio tonante, de la más pura interpretación del actor, junto con la
parigualmente desgarrada y desgarradora, brandiana cumbre de su asimismo
vulnerable personaje en At Close Range. Irrepetible, obligatoria cinta, pues,
que, además, cuenta con el maestro Bill Conti en el soundtrack. El film: 5/5 La estrella: 5/5
sábado, 31 de mayo de 2014
John Savage en The Onion Field (1979)
"Karl Hettinger"
La
primera vez que vi algo de esta perturbadora cinta dirigida por Harold Becker (Taps) sobre un libro de no ficción --suerte de In Cold
Blood desde la perspectiva del cuerpo policial-- escrito por Joseph Wambaugh (autor de The New Centurions), fue James Woods quien atrapó
mi atención, como la de tantos otros espectadores en la época de su estreno. Con su pesadillesca interpretación de un rufián de poca monta pero
de mucho, demasiado cuidado, Woods llenaba la pantalla con sólo su enjuto y diabólico continente; un papel que Frank Sinatra o
Richard Widmark podrían haber incorporado en el pasado. Esa imagen fascinante,
no obstante, debe hacer ahora lugar a la de John Savage,
como comprobarán quienes revisiten la película en breve. Woods y Savage (quienes habían debutado en el ecran de 1972; el primero más estrictamente, gracias a Elia Kazan y su independiente, doméstica The Visitors) se
encontraban en contingencias privilegiadas de sus respectivas carreras dramáticas: Woods gracias a la estupenda miniserie Holocaust (televisada en 1978), su colega debido a The
Deer Hunter (Oscar a la Mejor Película del mismo año). Ayudado por su corta estatura
y su apariencia casi desvalida, Savage matizó y supo dotar de dimensiones
inesperadas a personajes como ese joven soldado, que regresaba del Vietnam con
sus extremidades inferiores inutilizadas para siempre, o el maduro veterano de
la misma guerra que obliga a su propia esposa e hijo a tener relaciones
sexuales en su presencia para tratar de engañar una mutilación indecible en Little Boy Blue. El fantasma de una experiencia traumática --el absurdo y despiadado asesinato de su compañero detective-- es también lo que
define al infortunado policía que Savage encarna en The Onion Field; esta vez,
sin embargo, la mutilación se exhibe como más rigurosamente espiritual o
simbólica. Y la actuación del protagonista, en un film tan soberbiamente
actuado, es con verosimilitud la más ardua, dolorosa y compleja, ambivalente, humana. ****/*****
jueves, 24 de abril de 2014
Johnny Depp en Once Upon a Time in Mexico (2003)
La semilla de una trilogía --o la conclusión de
ésta, sugerida por Quentin Tarantino-- sobre el mito de un mariachi y el estuche de su
guitarra repleto de armas, se encontraba en el puñado de escenas que Robert Rodriguez
había ideado durante los años posteriores a Desperado (1995) alrededor de un
corrupto ex agente de la CIA llamado Sands, a quien le vaciaban las órbitas
oculares en su maquiavélico retiro mexicano. Escrito con George Clooney en
mente, el personaje que podemos contemplar en la pantalla es puro Johnny Depp,
quien en su herencia brandiana (incluida una imitación vocal de su legendario mentor
y una estimable galería de disfraces a la Missouri Breaks) refleja al agente
británico de Queimada, menos ángel que demonio pero siempre redimido por el sutil
milagro --aquel monstruoso sueño de pasión hamletiano-- de un actor. ***/*****
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sábado, 8 de marzo de 2014
Matthew McConaughey en Dallas Buyers Club (2013)
"Rayon" (Jared Leto) y "Ron"
La valiente historia de tolerancia y redención producida por la independiente Focus Features llegó oportunamente a las pantallas casi dos décadas después de su concepción: y es que su protagonista, un intachable McConaughey en el rol de Ron Woodroof, ha visto así coronada una carrera prolongada, hecha de altibajos y estancamientos pero cuyo potencial, ocasionalmente vislumbrado e inclusive satisfecho aquí o allá desde los días de las imprescindibles Dazed and Confused (1993), Lone Star (1996) y A Time to Kill (del mismo año), permanecía latente aún después de una etapa de comedias románticas alimenticias que amenazó con engullirlo hasta apenas tres años atrás. Profundamente chauvinista y homofóbico, Woodroof, un malviviente vaquero consumido por el alcohol y la promiscuidad, fortuitamente descubre que el debutante VIH se ha introducido con cínico sarcasmo en su ya macilento organismo. Al igual que el film, su antihéroe se encuentra dividido, eventualmente, entre la confrontación de índole ético-sexual, el drama del sida y la denuncia de la industria médico-farmacéutica (contra la cual el "verdadero" Ron combatió a través de su club) --de ahí el parecido, aunque no siempre literal ni directo, de Dallas Buyers Club con títulos tan disímiles entre sí como The Insider (1999) y Brokeback Mountain (2005); todas facetas que el equipo de cineastas logra desarrollar de forma pareja y sobria, gracias a un guión severo y una realización nada sentimental pero que no rehuyen el humor en la trágica humanidad de sus personajes, siendo el Otro íntimo de Woodroof interpretado por un Jared Leto que, como su hasta ahora habitualmente musculada contraparte texana, ofrece un retrato descarnado a los propios ojos del alma. ****/*****
jueves, 6 de febrero de 2014
Philip Seymour Hoffman en Love Liza (2002)
"Wilson"
La primera vez que lo amamos --admiramos sería una palabra injusta por deficiente-- fue como el singularmente vulnerable Scotty J. en una de nuestras películas favoritas de siempre, la entrañable Boogie Nights (1997). Cierto: épico y sentimental al unísono, el imprescindible homenaje de Paul Thomas Anderson a la supuesta creatividad del cine pornográfico de los setentas proveía a su espectador ideal una familia virtualmente paralela a la ofrecida a Dirk Diggler, un espacio donde la disfuncionalidad era providencial ley. Scotty J. exhibía su ambigüedad sexual como una llaga abierta, y su carácter tenía la consistencia del hermano menor de corazón, fácilmente relegado en su tierna desesperanza. Como el Fredo de esa familia de proscritos que entonces nos ofrecieron identidad y pertenencia, Philip Seymour Hoffman se ha ido para quedarse. Que es más o menos lo que él experimenta en carne propia en el inolvidable pequeño gran film escrito por su hermano Gordy que protagoniza.
Especie de cruce entre Last Tango in Paris y The Graduate, cada fotograma de Love Liza se encuentra permeado por la inercia mortal de la culpa, la impotencia moral y la consciencia, por fin, de lo insoportable de la existencia --esa levedad que apostilló Kundera. Desde la última oportunidad que tuvimos de apreciarla, no obstante, allá por la época de su estreno en DVD --y pese (o precisamente debido) al reciente, inesperado deceso de Hoffman--, la tragicomedia de este pobre hombre que enfrenta el absurdo suicidio de su esposa desarrollando una patética adicción a la gasolina nos ha resultado ahora de una calidez súbita y acaso racionalmente incomprensible, allí donde antes sólo podíamos ver la melancolía del cielo surcado por aeromodelos. Y es que en una comedia tan imposiblemente depresiva como ésta, los mismos rincones secretos del alma de Wilson Joel, irresoluto destinatario de palabras últimas firmadas con amor, se llenan con la luz reveladora y vigilante de su intérprete, un versátil actor capaz de inventar formas suaves de líneas sinuosas para expresar el vacío escabroso del dolor.
Entre otras, la valentía y el riesgo son características inherentes a esas labores dramáticas que señalan el oficio de los grandes. Por eso, Love Liza, además de atravesar como un llamado de alerta sobre la condición humana y su fragilidad a aquellos pocos elegidos que la sigan visitando, se impone naturalmente como todo un recital no sólo de un artista, sino también de las cualidades personales de ese ser humano llamado Philip Seymour Hoffman, un talento incomparable que compartió un trozo de sí mismo con nosotros. *****/*****
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