Un film de Christopher Nolan protagonizado por el otrora shakespeareano Michael
Corleone, un Pacino arrugado, encanecido y (más) encogido (si cabe), y para
siempre Richard III, para siempre esencial y compungido por la expiación
tortuosa de los crímenes que la caprichosa fortuna le acredita, ya sean los
estrictamente familiares de un policía de raza (Heat) como los trágicos
malabares infrecuentes de ilusionismo que a veces, antes de nuestro desenlace,
puede jugarnos la mente. Puede juzgarnos la conciencia. Pacino con esos ojos
lánguidos de Tenorio siciliano (adepto a Gardel) más
abiertos que nunca. Y la humanidad imperfecta, débil, vulnerable a la cegadora
lucidez del cosmos, blanca luz solar de la Alaska nocturna para un Al inquisitivo.
El otrora hermano sexy de Dustin Hoffman
--corrían las tardes de perro y la asociación popular con De Niro todavía no
opacaba aquélla (por la talla, por la nariz) con la estrella de Midnight
Cowboy-- ha sido un histrión capaz de conmover a las piedras en films como el
aludido y Serpico, ambos rostros de una moneda como la jugada por el trágico
Aaron Eckhart/Harvey Dent de The Dark Knight. El Pacino delincuente, advenedizo y
desesperado cual el novio de Chris Sarandon, o des-al-mado y nunca desarmado como
Tony Montana; Al Pacino persiguiendo a su hermano malo De Niro porque es su
trabajo y su trabajo es su vida, o víctima de un insomnio sarcástico (el
policía que interpreta se apellida Dormer) e inevitablemente metafórico (Nolan hizo
antes Memento y después The Prestige, y, sea dicho de paso, estudió el film de
Michael Mann, como puede constatarse en el robo al banco por Joker) que ejerce
de karma y termina costándole la vida --mientras practicaba un trabajo para el
cual nunca se halló tan cualificado, más allá de los contratiempos morales,
como el obseso pero disciplinado (enajenado de sus obligaciones familiares que no de sus sentimientos humanos,
aunque a veces parezca un autómata con placa) agente O'Hara de Heat.
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