El segundo título en la filmografía de María
Félix no es precisamente prehistórico (su debut en El peñón de las ánimas había
resultado previsiblemente estelar), no obstante la diferenciación ejercida en
el propio cuerpo de la núbil actriz como reflejo de una
mexicanidad maniquea. Casi número folklórico con melodrama de relleno, María
Eugenia (1943) sorprenderá siempre al presentar a una María ingenua, femenina
hasta la pasividad, cuya abundante carnalidad deslumbra como sumiso objeto de
deseo --naturalmente, aun al escribir esto tanto como al leerlo, se hace
difícil cualquier asociación de esta excepcional imagen de erotismo
relativamente convencional con el absoluto desafío implícito y explícito en los
roles más icónicos de la Doña Bárbara de Rómulo Gallegos hecha celuloide
fundamental y feminismo lírico.
Sin
embargo, y con todo, el folletín se impone al ostentar las cualidades que
logran atrapar al espectador sin pudor, y aun sus líneas más tópicas salen
beneficiadas del oficio de una actriz sorprendente, cuya belleza trasciende el
ámbito mundano que también intenta por todos los medios someter a su virtuoso personaje
sin éxito. Al fin y al cabo, en el fondo (aunque no tanto), pues, se trata de
una mujer de apariencia diabólicamente tentadora y carácter idóneo, una
contradicción coherente muy de la gran estrella que el cine mundial tiene ante
sus ojos en un tránsito hacia el parcial negativo fotográfico de tal efímera
condición --una futura predisposición que no excluirá para siempre los matices,
los claroscuros o inclusive las variaciones opuestas, las reinterpretaciones
más depuradas de un rol que en la película presente supone al menos una
experiencia estética básicamente provocativa.
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