Me
parece ayer cuando un comercial de la televisión proclamaba la acogida única en
salas locales de esta gran película de Roman Polanski, que había llegado para
quedarse o eso parecía. Una película sobre el sexo desaforado, el amor peor
entendido, y las relaciones de dependencia que forja el destino, y la verdad
detrás de las apariencias, y la injusticia en el mundo: en alta mar,
un matrimonio británico (Hugh Grant y Kristen Scott Thomas) traba conocimiento
con una pareja muchísimo menos convencional, formada por un escritor americano
postrado en una silla de ruedas (Peter Coyote) y su joven e imponentemente
atractiva esposa (Emmanuelle Seigner) --una experiencia social que cambiará sus
vidas. Polanski trabaja sobre un material literario ajeno que transforma en
guión y, luego, en visiones de una capacidad perturbadora
que llevan su estigma personal como si las hubiera sacado de su propia alma.
Todo confluye, como habría declarado con unción revelatoria el novelista inédito
del relato, en el personaje central del film, su verdadero descubrimiento: la
adolescente belleza de Seigner atraviesa las inclemencias sentimentales más
duras imaginables, y las sobrevive como una escandalosa máscara funeraria a
punto de mostrar las grietas y resquebrajarse, frágil y desgraciada en su
absurda, feroz depredación venérea.
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