Esta película de Robert Redford, director y productor, posee una cualidad fascinante en la que, no lo dudo, participan los talentos de un reparto cuya esplendidez se puede resumir en 3 nombres: Rob Morrow, Ralph Fiennes y John Turturro. El primero es para mí una revelación: encantador, sutil y sugerente. Claro que Morrow es, debe serlo, la luz que nos enseña la trama inextricable de una sociedad que reconocemos en su reflejo de celuloide.
La fragilidad de la conciencia, sus ambigüedades, están encarnadas en los personajes (también históricos) de Fiennes y Turturro. Éste hace casi todo al revés de Morrow: es nervioso y obvio, pero es a la vez convincentemente humano. La excentricidad y pulcritud de Turturro aderezan una de las mejores actuaciones de su ya extensa carrera.
Y, finalmente, está Fiennes. Su rol no posee la chispa del de Morrow, ni es llamativo como el de Turturro, pero entusiasma y conmueve igualmente, tal vez más. A la larga, el intelectual aristocrático se convierte en la víctima más vulnerada por el sistema. Y, casi como si fuese un actor del Método, Fiennes se transforma en Charles Van Doren, no obstante su cara siempre lavada, sin maquillaje ni elemento alguno que altere la apariencia singular del villano de La lista de Schindler (1993) o el galán de El paciente inglés (1996).
No hay comentarios:
Publicar un comentario