En esta recóndita producción rodada en los legendarios
estudios de Cinecittà, la Doña vuelve a ser (cómo no) una femme fatale, pero
esta vez se hace mucho más nítida, si cabe, la raíz demónica del tipo. La atmósfera que
envuelve a la rural y añeja casa dieciochesca a donde va
a parar --cual turista accidental en los áridos parajes de unas mediterráneas
Cumbres borrascosas-- gracias a su casi apresurado casorio con el apuesto (pero
pobre, y luego, peor, emocionalmente distante) príncipe campesino que
incorpora Rossano Brazzi, es de horror gótico a lo Mario Bava --la guinda siendo
un soundtrack descaradamente espeluznante, como de órgano en misa negra
presidida por Karloff. Y además la historia ayuda: la vanidosa Oliva (Félix)
resiente desde un inicio la indiferencia de su esposo y la hostilidad de su
suegra y la vida encerrada al aire libre de la agreste montaña, pero todo se agrava
como en una pesadilla sibilina cuando el viejo patriarca (el también grande Charles Vanel) descubre por casualidad
un antiguo tesoro maldito en una tumba morisca --que recuerda, premonitoria,
los ruinosos escenarios sacrílegos de The Omen; por casualidad, ya que en esta película las coincidencias son
sospechosamente inteligentes. Entonces, un encantamiento por obra del mismísimo
Diablo se apodera de la retirada familia, con funestas y pertinentes
consecuencias. La diva mexicana interpreta a su propio personaje en el doblaje
al español, pero su trabajo impresiona aun más por su ideal presencia en
ciertas escenas (como aquélla, de oportuna lucidez, en la cual cree verse a sí
misma en la piel de la mujer retratada en la miniatura del prohibido medallón,
retornando de entre los muertos envuelta en los haces lujuriosos de una
engañosa visión a plena luz de día). Completan el reparto Massimo Serato como el hechizado Berto, un intrigante Giulio Donnini y las hermanas Emma e Irma Gramatica (ésta última en el rol de la espectral y clarividente abuela).
martes, 23 de abril de 2013
jueves, 4 de abril de 2013
Jennifer Connelly en Phenomena (1985)
Oh little Jenny: Jennifer Connelly es Jennifer Corvino, la desarraigada princesita amiga de los insectos
Como
Suspiria, una obra maestra del horror inspirada en Snow White and
the Seven Dwarfs, este giallo fantástico
de Dario Argento relata un “cuento de hadas” destilado en estilístico aquelarre:
una niña americana viaja a Suiza para estudiar en un exclusivo college, sin
prever las consecuencias que a su arribo tendrá la colisión de dos factores: la
serie de grotescos asesinatos sin sentido que se están cometiendo en la zona
misma del internado, y la paranormal conexión íntima de la joven estudiante con
toda clase de bichos (moscas, abejas, gusanos, etc.). Una de las bellezas más
talentosas del cine protagoniza esta onírica fábula y condensa la secreta ternura
de su trama --que no su inescapable, subterráneo, diabólico pánico: Jennifer
Connelly, a sus frescos 12 años y pico, había sido descubierta por el gran Sergio
Leone en Once Upon a Time in America, y ahora, Lolita en ruta por las Europas
(por supuesto, el equipo de rodaje no salió de Italia), se encontraba ella
misma como su personaje, en tierra extraña y ultramarina, en un continente
llamado Argento --¿o es Argentina?--, en una especie de summa personal matizada
de referentes dialógicos; entre Carrie, el Hitchcock de Psycho, y los
incestuosos delirios nabokovianos del más sofisticado primo mediterráneo no
reconocido de Cronenberg, sin embargo, la núbil actriz supo imponer el
sortilegio de la divina armonía. Desde la sublime interpretación de Henry
Thomas en E.T. the Extra-Terrestrial (y la injusta sustitución de E.T. por Elliott aquí sólo es debida a razones de especie) dos años atrás, probablemente no surgiese
una imagen infantil/adolescente con la fuerza poética de esta “(Little) Lady of
the Flies”, simbólica y carnal sublimación sexual injustamente menos valorada
hoy en día al igual que la satisfactoria pieza, con adecuado hedor a azufre, que
estelariza*. No sólo la pequeña Jenny llevó a cabo una labor aun físicamente
arriesgada (observen la escena de sonambulismo en plena carretera nocturna, con
esos raudos automóviles embistiéndola una y otra vez, para la cual se
prescindió de una doble de cuerpo), sino que su rica interacción con un Donald
Pleasence entomólogo e inválido --y su inolvidable mona enfermera--, el temple
de su maduro carácter y, en general, la capacidad para enfrentar ese resabio de
misoginia que contribuye a dar más profundidad a la arquitectura pesadillesca
del decadente arte (aunque algunos digan “artesanía”) de Argento, donde la
perversión criminal es la tragedia y la catarsis hechas lúcida y freudiana (y,
en este caso, a lo Bava, a lo Fulci, visceralmente gore-ish) ficción, son todas
cualidades de una actriz más que notable en la flor de su feminidad humana y
profesional.
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