Basada
en un producto televisivo de culto y filmada en el estilo gótico característico
de Tim Burton, deudor de la escuela de lo grotesco y lo arabesco propugnada por
Roger Corman y Mario Bava --“style over substance”, han constatado algunos
espectadores anglosajones desde las noches escarchadas de Edward
Scissorhands--, esta comedia de horror ofrece, en particular, una de las
apariciones en el género más logradas de Depp, quien tiene que medirse con
expectativas que comprueban su inefable camaleonismo. El vampiro patriarcal Barnabas Collins, un
personaje que se ajusta como guante de slasher a la excentricidad aplicada y
magistral de Depp, es, de hecho, la sombra
tenebrosa más espontánea, menos estudiada, que se cierne sobre una tragedia de amour fou casi paródica y casi siempre al borde del abismo. El montaje de ciertas
secuencias (en especial la que da pie a los créditos iniciales) hace de la
narración algo hipnóticamente conmovedor, junto con la puesta en escena y el
soundtrack, aunque finalmente la historia, cuyos elementos demasiado tópicos pueden tener
doble filo, amenaza con diluirse en la memoria como en la oscuridad. Sin
embargo, la fuerza de imágenes como la de un palidísimo Depp de orejas
puntiagudas y ojeras más agudas todavía, emergiendo de su propio sueño diurno
cual Max Schreck, hilarante y rígido, vale el ticket de
admisión como mínimo.
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