La deuda del cine como séptimo arte a Fritz
Lang (1890-1976) bien puede ser especificada, aunque jamás agotada, en la que
muchos investigadores y estudiosos consideran su magnum opus, una pieza de
verdadero horror cuyo título hispano (M, el vampiro de Düsseldorf) apenas si
aclara ninguna bruma. Original y provocadora, la relación de página roja que
sobre un asesino de niñas pequeñas en la mencionada localidad alemana el
realizador plasma en la pantalla deviene inmediatamente en metáfora, y aún
antes en lúcida descripción del infierno no ya como una faceta de este mundo,
sino como inconcebible interioridad del ser. A este fin, Lang encontró en un
descomunal Peter Lorre eso que le faltaba no sólo a su film, sino también al
cine: la hondura y la estética espeluznantes de aquello inasible conocido como
el gótico, el romanticismo, el misterio, materias remotas tan orientalmente
europeas o cruelmente abisales que son un lujo todavía más frecuente en el
dominio de las palabras que en el de las imágenes en movimiento. No obstante,
Lorre es tal vez el primer serial killer con alma: cronológicamente precedido
por el sonámbulo zombie Conrad Veidt de Caligari y el artificioso inquilino
hitchcockiano Ivor Novello, el hasta entonces actor teatral y futura estrella
de las pesadillas más recurrentes del imaginario del siglo pasado fue ya en su tenebrosa aparición claroscura una realidad ideal; su figura corta y rotunda es para
siempre la realidad del mal, la dinámica del cual parece iluminar esos ojos de
batracio amedrentado por su propio reflejo. ¿Es casualidad que Hans Beckert,
exterminador de la sagrada inocencia, se asemeje al Norman Bates escrito por
Robert Bloch sin las cortapisas de fragilidad y ambigüedad desnaturalizantes
que hicieron de Tony Perkins otro de sí mismo en Psycho (1960)? Lorre, sombra
y eco macizo (de silbido orquestal premonitorio, y oscura voz inolvidable que
tantas películas casi subsiguientes devolverán en inglés de terciopelo azul) es finalmente la víctima
de su locura, de su monstruoso deseo indecible, pero tales demonios son, por
otro lado, los mismos que marcaron a Caín y a Judas. Más allá de la letal
combinación que hace de M la madre legítima de buena parte del género moderno
de terror con muchos años de anticipación (la documental Texas Chain Saw Massacre es de 1974), Lang y Lorre crearon un retrato
introspectivo de la naturaleza humana en toda su impredecible potencia destructora
que es hasta el día actual la más expresiva --expresionista-- muestra en su
tipo. Qué grande es el cine, como dijera José Luis Garci.
martes, 26 de febrero de 2013
miércoles, 13 de febrero de 2013
Rod Steiger en Al Capone (1959)
Los kazanianos Rod Steiger, Martin Balsam y Nehemiah Persoff se reúnen
para narrar una (probablemente la)
épica gangsteril bien conocida por todos. Ampulosa y opulenta, la figura de
quien fuera verdadero alcalde de Chicago durante la Ley Seca ha permeado de
sangre el ecran desde las sesiones que exhibían Scarface (1932). En esta
oportunidad, el ascenso y caída del responsable de que San Valentín aún ofrezca
un significado alternativo para muchos solteros es un docudrama contenido… cuando
Steiger no está en escena. Su interpretación deja sin duda constancia de su (a
estas alturas, reticente) admiración por Brando, pero es ciertamente culpable
de un sutil exceso retórico que, como los más barrocos del primer
Newman o el Dean de los dramas televisados, es más teatral (a lo Tennessee
Williams) que realista, más
egocéntrico que propio, más Actors Studio que Capone, al fin y al cabo --y
menos Brando de lo que el entusiasta espectador mitómano querrá admitir, pese
al nulo glamour del soberbio actor de The Pawnbroker, cuya versión del real capo
di tutti capi por antonomasia (a quien el Padrino despreciaba por vulgar, nada
menos) es el motor que propulsa a esta negrísima biopic.
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