martes, 26 de febrero de 2013

Peter Lorre: M (1931)


La deuda del cine como séptimo arte a Fritz Lang (1890-1976) bien puede ser especificada, aunque jamás agotada, en la que muchos investigadores y estudiosos consideran su magnum opus, una pieza de verdadero horror cuyo título hispano (M, el vampiro de Düsseldorf) apenas si aclara ninguna bruma. Original y provocadora, la relación de página roja que sobre un asesino de niñas pequeñas en la mencionada localidad alemana el realizador plasma en la pantalla deviene inmediatamente en metáfora, y aún antes en lúcida descripción del infierno no ya como una faceta de este mundo, sino como inconcebible interioridad del ser. A este fin, Lang encontró en un descomunal Peter Lorre eso que le faltaba no sólo a su film, sino también al cine: la hondura y la estética espeluznantes de aquello inasible conocido como el gótico, el romanticismo, el misterio, materias remotas tan orientalmente europeas o cruelmente abisales que son un lujo todavía más frecuente en el dominio de las palabras que en el de las imágenes en movimiento. No obstante, Lorre es tal vez el primer serial killer con alma: cronológicamente precedido por el sonámbulo zombie Conrad Veidt de Caligari y el artificioso inquilino hitchcockiano Ivor Novello, el hasta entonces actor teatral y futura estrella de las pesadillas más recurrentes del imaginario del siglo pasado fue ya en su tenebrosa aparición claroscura una realidad ideal; su figura corta y rotunda es para siempre la realidad del mal, la dinámica del cual parece iluminar esos ojos de batracio amedrentado por su propio reflejo. ¿Es casualidad que Hans Beckert, exterminador de la sagrada inocencia, se asemeje al Norman Bates escrito por Robert Bloch sin las cortapisas de fragilidad y ambigüedad desnaturalizantes que hicieron de Tony Perkins otro de sí mismo en Psycho (1960)? Lorre, sombra y eco macizo (de silbido orquestal premonitorio, y oscura voz inolvidable que tantas películas casi subsiguientes devolverán en inglés de terciopelo azul) es finalmente la víctima de su locura, de su monstruoso deseo indecible, pero tales demonios son, por otro lado, los mismos que marcaron a Caín y a Judas. Más allá de la letal combinación que hace de M la madre legítima de buena parte del género moderno de terror con muchos años de anticipación (la documental Texas Chain Saw Massacre es de 1974), Lang y Lorre crearon un retrato introspectivo de la naturaleza humana en toda su impredecible potencia destructora que es hasta el día actual la más expresiva --expresionista-- muestra en su tipo. Qué grande es el cine, como dijera José Luis Garci.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Rod Steiger en Al Capone (1959)


Los kazanianos Rod Steiger, Martin Balsam y Nehemiah Persoff se reúnen para narrar una (probablemente la) épica gangsteril bien conocida por todos. Ampulosa y opulenta, la figura de quien fuera verdadero alcalde de Chicago durante la Ley Seca ha permeado de sangre el ecran desde las sesiones que exhibían Scarface (1932). En esta oportunidad, el ascenso y caída del responsable de que San Valentín aún ofrezca un significado alternativo para muchos solteros es un docudrama contenido… cuando Steiger no está en escena. Su interpretación deja sin duda constancia de su (a estas alturas, reticente) admiración por Brando, pero es ciertamente culpable de un sutil exceso retórico que, como los más barrocos del primer Newman o el Dean de los dramas televisados, es más teatral (a lo Tennessee Williams) que realista, más egocéntrico que propio, más Actors Studio que Capone, al fin y al cabo --y menos Brando de lo que el entusiasta espectador mitómano querrá admitir, pese al nulo glamour del soberbio actor de The Pawnbroker, cuya versión del real capo di tutti capi por antonomasia (a quien el Padrino despreciaba por vulgar, nada menos) es el motor que propulsa a esta negrísima biopic.