A un
lado, Meryl Streep. La más excelsa, asombrosa, sorprendente interpretación
femenina en las pantallas de cine el año pasado no fue ni siquiera nominada al
Oscar. Una sorpresa mejor --o peor-- incluso que la de las gemelas Olsen
descubriendo su secreto mejor guardado en Martha Marcy May Marlene, porque Elizabeth
Olsen no fue la mejor actriz principal sin Academy Award de 2011, sino ¡la insípida,
larguirucha, prematura Alice de Tim Burton! Exactamente. La adaptación irregular,
equívocamente personal y notablemente fallida de las novelas pro alucinógenos
del matemático Lewis Carroll, en realidad no reveló a su protagonista, lo cual
es el detalle más surreal(ista) de todo. Entonces fue que las (almas gemelas) Brontë acudieron al rescate, específicamente Charlotte, la más retraída y
aparentemente mesurada. A diferencia de las Olsen, “niñas prodigio” de una era
sin mayor significado, las Brontë no eran nada si no las elevaciones y abismos
del alma humana. En los ancestrales moors salvajes, gaélicos, donde estas
laicas hermanas habitaron y definieron el Gótico, todavía las pasiones
intemperadas de Heathcliff y Cathy deciden las sinuosidades del clima, y a
veces hasta se escucha la voz impredecible, entre el mal humor del viento y la
ternura de la brisa, del secreto Rochester clamando por la
adolescente Jane, el amor de una vida. Mia Wasikowska nos devuelve el milagro
de un romance eterno, en una adaptación, filmada con gran sentido de la
plasticidad de las imágenes y de su muda capacidad de comunicación, que sin
embargo no sería absolutamente nada sin su increíble musa y artista, un
verdadero caso de identificación actriz/personaje que evoluciona tocando todas
las notas --y algunas desconocidas u olvidadas-- de sensibilidad del espectador
como la más consumada solista, tal y como Charlotte Brontë habló a través de
Jane Eyre cuando la literatura nos hacía más humanos.
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