sábado, 12 de noviembre de 2011

Olivier en Richard III (1955)

El Duque de Gloucester en una representación de 1946

El cine, cuando es arte, es arte de sutilezas. Recuerdo a mi papá diciéndome hace mucho tiempo que Brando era mejor actor de cine que Olivier, lo que viene muy al caso --tuviera o no razón. Brando perfeccionó, humanizó el gesto cinematográfico; donde Gary Cooper es minimalista y parece hecho de celuloide (eso sí, uno muy de carne y hueso), Brando es siempre algo más. Olivier se convirtió en el más grande actor del mundo gracias a personajes del inventor de lo humano como Richard, a quien ya interpretaba sobre las tablas del Old Vic allá por 1944. Como el gran Lon Chaney antes de él, Laurence Olivier el actor de teatro era un entusiasta consumado del maquillaje como instrumento de caracterización esencial. Sin embargo, Olivier resultó ser otro minimalista, es decir, un intérprete naturalmente dotado para el ecran --pero no a la manera de Cooper, sino en un estilo que trasciende los confines del celuloide. De manera similar y a la vez opuesta a la de Brando. 

Mucho después de convertirse por derecho propio en una verdadera estrella de cine y un galán de novela decimonónica (cuyo ascendiente llega hasta el Edward de The Twilight Saga) con su Heathcliff de Wuthering Heights (1939), y ya con un Oscar por su artificialmente platinado Hamlet de 1948, el actor decidió producir, dirigir y protagonizar para la pantalla grande la historia de quien es posiblemente el más venenoso y peculiarmente divertido de todos los diabólicos villanos creados por Shakespeare. Una leyenda, para ser más precisos, que ha conseguido cambiar la Historia. Al parecer, Richard no era tan malvado como Hitler en la vida "real". Pero, realidad o no, este mundo necesita de la ficción, y la verdad artística de Richard III es inmensurable, sabia, apasionante. La versión personal que del monstruo hace Olivier permanece clásica y prototípica, insuperable. La nariz brujeril, la joroba insurgente, la mano trunca, todo apunta a la deformidad y el doblez cegador del mal tal como el propio Shakespeare lo concebía, en la misma vena en la que el Bosco antes o Disney después lo hicieron: como un encanto inevitable y un desconsuelo mortal que se elevan sobre la evidencia de su naturaleza como por un propósito rebelde, vengativo, que refleja la fealdad del alma corruptible. El Duque de Gloucester, al igual que Iago, es un ángel caído.

    

No hay comentarios:

Publicar un comentario