Steve McQueen protagoniza The Great St. Louis Bank Robbery (1959), un título de modesto presupuesto y turbia atmósfera que sigue el modelo que impusiera The Asphalt Jungle en 1950. Una banda de veteranos contrata a un joven bisoño para que sea su chofer en una empresa marcada por el pasado colectivo y los abismos individuales. Inspirados en un evento real que pretenden ilustrar con fidelidad, los cineastas sorprenden al trazar un itinerario salpicado de apuntes psicológicos bastante interesantes. Para fans de McQueen y del género.
miércoles, 30 de noviembre de 2011
sábado, 26 de noviembre de 2011
El último rebelde
Paul Newman, en uno de los mejores desempeños de su extraordinaria y dilatada carrera, es Hud Bannon, un vaquero muy especial. Su anciano padre lo odia, su adolescente sobrino lo admira, su atractiva ama de llaves lo considera un "cerdo". Donjuán, camorrista, alcohólico, jugador: Hud es todo eso, pero mucho más. También es el ejemplar más intransigente de una casta, a la vez el prototipo y su figura más absurda y trágica. Un hombre sin futuro.
Hud (1963) es tal vez la obra maestra de Martin Ritt, el director de películas tan memorables como Edge of the City (su kazanesco debut) y Norma Rae. Con un espléndido uso de la pantalla panorámica y una fotografía en blanco y negro de rara melancolía, Ritt nos obliga a mirar por primera vez el universo del más cinematográfico y mítico de los géneros.
sábado, 12 de noviembre de 2011
Olivier en Richard III (1955)
El Duque de Gloucester en una representación de 1946
El cine, cuando es arte, es arte de sutilezas. Recuerdo a mi papá diciéndome hace mucho tiempo que Brando era mejor actor de cine que Olivier, lo que viene muy al caso --tuviera o no razón. Brando perfeccionó, humanizó el gesto cinematográfico; donde Gary Cooper es minimalista y parece hecho de celuloide (eso sí, uno muy de carne y hueso), Brando es siempre algo más. Olivier se convirtió en el más grande actor del mundo gracias a personajes del inventor de lo humano como Richard, a quien ya interpretaba sobre las tablas del Old Vic allá por 1944. Como el gran Lon Chaney antes de él, Laurence Olivier el actor de teatro era un entusiasta consumado del maquillaje como instrumento de caracterización esencial. Sin embargo, Olivier resultó ser otro minimalista, es decir, un intérprete naturalmente dotado para el ecran --pero no a la manera de Cooper, sino en un estilo que trasciende los confines del celuloide. De manera similar y a la vez opuesta a la de Brando.
Mucho después de convertirse por derecho propio en una verdadera estrella de cine y un galán de novela decimonónica (cuyo ascendiente llega hasta el Edward de The Twilight Saga) con su Heathcliff de Wuthering Heights (1939), y ya con un Oscar por su artificialmente platinado Hamlet de 1948, el actor decidió producir, dirigir y protagonizar para la pantalla grande la historia de quien es posiblemente el más venenoso y peculiarmente divertido de todos los diabólicos villanos creados por Shakespeare. Una leyenda, para ser más precisos, que ha conseguido cambiar la Historia. Al parecer, Richard no era tan malvado como Hitler en la vida "real". Pero, realidad o no, este mundo necesita de la ficción, y la verdad artística de Richard III es inmensurable, sabia, apasionante. La versión personal que del monstruo hace Olivier permanece clásica y prototípica, insuperable. La nariz brujeril, la joroba insurgente, la mano trunca, todo apunta a la deformidad y el doblez cegador del mal tal como el propio Shakespeare lo concebía, en la misma vena en la que el Bosco antes o Disney después lo hicieron: como un encanto inevitable y un desconsuelo mortal que se elevan sobre la evidencia de su naturaleza como por un propósito rebelde, vengativo, que refleja la fealdad del alma corruptible. El Duque de Gloucester, al igual que Iago, es un ángel caído.
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