En Maclovia (1948), la protagonista se ve impedida de siquiera mirar a su pretendiente, porque éste es pobrísimo. Aunque, a la larga, sin que su posesivo padre interviniese, no podría casarse con nadie: Maclovia es como un lingote de oro, o un diamante, en aquella isla azotada por la miseria física y espiritual. Una mujer cualquiera (1949) es, en realidad, una mujer diferente, quien a causa de un tinglado caprichoso del destino --el cual dispone de ella y un gangster en igual sitio y hora-- parece culpable de un homicidio que la marca para siempre. Río Escondido (1947) es el nombre del pueblo al que llega una maestra comprometida a muerte con su misión: sacar del analfabetismo y la sumisión a los fantasmas que lo habitan.
Ya en la segunda película de la Doña, María Eugenia (1943), queda inaugurada la galería de heroínas que guiará (o librará a su suerte) hacia la consumación de un cierto fatum, tan inevitable como interminable, a todas luces provocado por su esplendor femenino --y los sentimientos que sabe despertar a su alrededor. En otras palabras, su belleza es su perdición. El militar que hace y deshace a su antojo en el infernal Río Escondido queda prendado de la maestra flamante y, naturalmente, pretende pasar al retiro a su hasta ahora habitual querida, habitante de una casa que allí semeja un espejismo. Finalmente, la maestra, más allá de la indignación y a punto de ser ultrajada, mata al villano. Maclovia enciende la pasión de un oficial prepotente y racista. Con tal de poseerla, no le importa desertar, y mucho menos encarcelar por años al hombre que ella quiere bajo los cargos más absurdos, ejerciendo de juez y jurado en el proceso más sumario que pueda imaginarse. Luego, la convence de que huya con él, si desea la libertad de aquél. Maclovia accede y, según las convenciones bárbaras de la comunidad, es lapidada.
Maclovia permanece como un paradigma. Es una de las apariciones más memorables de María Félix, gracias en parte a la cámara de Gabriel Figueroa, quien junto con el director Emilio Fernández crea un relato rarísimo en su intensidad lírica. Y el gran villano del cine clásico mexicano Carlos López Moctezuma compone uno de sus mejores roles, el despreciable soldado que pierde la cabeza ante la asombrosa beldad indígena. Maclovia no tiene que morir para ser un personaje trágico.
La de Río Escondido es una interpretación tan lograda, que permite notar las posibilidades dramáticas desaprovechadas en nombre del glamour antes y después. En ella se aprecia la verdadera capacidad de la actriz, las alturas que podía alcanzar. Su escena en el palacio de gobierno, por mencionar sólo un momento, bastaría como prueba.
La maldición de la Doña se extiende a sus filmes, digamos, menos serios. Enamorada (1946), su primera y más conocida colaboración con el Indio Fernández, cuenta el amor que engendra en un oficial de la revolución la hija de uno de los terratenientes que ha de ejecutar. Esta vez, sin embargo, el obseso no es el venenoso sujeto que Moctezuma solía encarnar, sino alguien más presentable, y por eso luce el rostro de Pedro Armendáriz. Y lo más importante, la diva tiene un papel que no le exige un mayor esfuerzo de caracterización. Nos encontramos con una María Félix sin la debilidad de Maclovia, incluso sin una entera feminidad. Enamorada es menos seria porque transfigura, aun por anticipado, los episodios de asedio que sufre la actriz a través de una visión de su persona absolutamente más positiva.
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