En medio de la
turbulencia cultural, social y política de la época --no otra que los ‘60s--,
fue estrenada esta aventura reivindicativa del film noir de los ‘40s y del
policial hard-boiled al modo de Hammett, Bogart y Cía. Así pues, más o menos
figurativamente, la vieja guardia dejó sus cuarteles de invierno y se esforzó en un
admirable, crepuscular prurito de (in)consciente colectivo que, sin embargo, fue un hito
totalmente ajeno al (ad portas) desmantelamiento definitivo del sistema
hollywoodense como tal --mea culpas aparte. Porque la nostálgica Tony Rome es (con sus Jill St. Johns promiscuas y sus marinas de una Miami eternizada en verano) una soberbia puesta
al día del género, mejor aun que Harper (1966) e, inclusive, más dura y punzante que
la más estilizada, espectacular (y muy de su sofisticado tiempo) Bullitt (1968).
Especialmente, nos ofrece por enésima vez el deslumbrante arte interpretativo
de Sinatra, uno de los maestros más desapercibidos en su oficio cuando no está
acariciándonos el oído. El buen reparto que lo acompaña incluye a una glamourosa y vulnerable
Gena Rowlands (para entonces ya una prestigiosa actriz de la pantalla chica), y
a una crecidita (no obstante, discreta) Lolita: Sue Lyon en el papel de la precoz heredera cuyo broche
de diamantes originará una intriga no por finalmente complicada menos aguda, clara en su turbiedad, contundente en su exactitud. Un bienvenido sentido del humor pícaro --los sendos zoom ins que
transmiten sin tapujos la anhelante libido de Rome conservan un simpático, aún jocoso, descaro--, convincentes secuencias de acción muscular y una realización ágil
pero atenta a los detalles de ambientación y caracterización redondean un injustamente
ignorado largometraje que sigue (en estos 2010s) pidiendo a gritos su reconsideración
en toda regla como uno de los más finos en su especie --Sinatra ditto. 5/5
"Tony Rome" circa 1968