jueves, 6 de febrero de 2014

Philip Seymour Hoffman en Love Liza (2002)

"Wilson"

La primera vez que lo amamos --admiramos sería una palabra injusta por deficiente-- fue como el singularmente vulnerable Scotty J. en una de nuestras películas favoritas de siempre, la entrañable Boogie Nights (1997). Cierto: épico y sentimental al unísono, el imprescindible homenaje de Paul Thomas Anderson a la supuesta creatividad del cine pornográfico de los setentas proveía a su espectador ideal una familia virtualmente paralela a la ofrecida a Dirk Diggler, un espacio donde la disfuncionalidad era providencial ley. Scotty J. exhibía su ambigüedad sexual como una llaga abierta, y su carácter tenía la consistencia del hermano menor de corazón, fácilmente relegado en su tierna desesperanza. Como el Fredo de esa familia de proscritos que entonces nos ofrecieron identidad y pertenencia, Philip Seymour Hoffman se ha ido para quedarse. Que es más o menos lo que él experimenta en carne propia en el inolvidable pequeño gran film escrito por su hermano Gordy que protagoniza.

Especie de cruce entre Last Tango in Paris y The Graduate, cada fotograma de Love Liza se encuentra permeado por la inercia mortal de la culpa, la impotencia moral y la consciencia, por fin, de lo insoportable de la existencia --esa levedad que apostilló Kundera. Desde la última oportunidad que tuvimos de apreciarla, no obstante, allá por la época de su estreno en DVD --y pese (o precisamente debido) al reciente, inesperado deceso de Hoffman--, la tragicomedia de este pobre hombre que enfrenta el absurdo suicidio de su esposa desarrollando una patética adicción a la gasolina nos ha resultado ahora de una calidez súbita y acaso racionalmente incomprensible, allí donde antes sólo podíamos ver la melancolía del cielo surcado por aeromodelos. Y es que en una comedia tan imposiblemente depresiva como ésta, los mismos rincones secretos del alma de Wilson Joel, irresoluto destinatario de palabras últimas firmadas con amor, se llenan con la luz reveladora y vigilante de su intérprete, un versátil actor capaz de inventar formas suaves de líneas sinuosas para expresar el vacío escabroso del dolor.

 

Entre otras, la valentía y el riesgo son características inherentes a esas labores dramáticas que señalan el oficio de los grandes. Por eso, Love Liza, además de atravesar como un llamado de alerta sobre la condición humana y su fragilidad a aquellos pocos elegidos que la sigan visitando, se impone naturalmente como todo un recital no sólo de un artista, sino también de las cualidades personales de ese ser humano llamado Philip Seymour Hoffman, un talento incomparable que compartió un trozo de sí mismo con nosotros. *****/*****