sábado, 20 de julio de 2013

George Clooney en From Dusk Till Dawn (1996)

Los hermanos Gecko: QT y "Seth"

Este experimento intergenérico sigue siendo sorprendente, y, como antes, no siempre por sus cualidades positivas --que las tiene. Por el año que Pulp Fiction debió ganar el Oscar a la Mejor Película de 1994, Quentin Tarantino aparecía no sólo como coprotagonista, sino también (para alivio de la Academia) como autor absoluto del guión de un inefable relato que podríamos describir como una road movie con paradero en el mismísimo infierno. Cuando la vi por primera vez, más cerca de su estreno, la secuencia introductoria me impactó como un clásico instantáneo de Tarantino, y no me cabía duda de que él mismo la había fotografiado; tal es la fuerza de su estilo como escritor, puesto que ahora me parece evidente que aquélla y (más particularmente) todas las demás escenas muestran el estilo relativamente inferior, individualmente chicano, del muy respetable Robert Rodriguez --siguiendo las señas técnico-creativas de su compadre, eso sí: para muestra, el típico plano subjetivo desde el baúl de un automóvil es más que suficiente. Lo cierto es que From Dusk Till Dawn empieza como una película de gangsters, y conforme progresa su atmósfera se torna incierta y enrarece hasta desatarse el pandemónium: inclusive la frondosa voluptuosidad de Salma Hayek, en un tentador baile merecidamente reclamado para las antologías, lleva ese nombre. El creador de algunos de los films más importantes de nuestro tiempo interpreta a un enfermo psicosexual, y, considerando el nivel creativo al que se somete a sí propio en este entramado, lo hace demasiado bien, galones de sangre y fetichismo del pie femenino como rúbrica innecesaria o excesiva. El hasta hacía poquísimo Mr. White, un barbado y envejecido Harvey Keitel, pierde su carnet del Actors Studio, en lo que se me antoja una parodia etílica del bad lieutenant que bordó para Abel Ferrara. Juliette Lewis, la faz aniñada y el talante maduro, tampoco conserva la calma, y, aunque se atreve con la perversión prístina que enturbia sus papeles desde Cape Fear, casi nos hace olvidar a su Mallory tarantiniana. Los heroicos Fred Williamson y Danny Trejo lucen casi deplorables; no se salva ni Salma, pues ella es la primera en desgarrar la realidad ficticia y vestir la carnaza vampírica: vampiros de verdad, dirán a estas alturas muchos (rescatando la ironía “crepuscular” del título en castellano), pero vampiros sin estilo, desgañitados, monomaníacos y con ganas de una Sal de Andrews que nos quite la indigestión. (En mi visionado original, no había cómo convencerme de que la familia del Conde Drácula en pleno no tomaba el asunto por asalto ni bien finalizada la introducción, cuando en verdad el destripe empieza a la mitad.) No obstante todo esto que hemos dicho --y solamente respecto al elenco--, y entre otras acaso demasiado infrecuentes bondades de una cinta que debe de ser un gusto adquirido en toda regla para sus presuntos adeptos --y que, de todos modos, me ha parecido bastante mejor que antaño--, George Clooney utiliza su clase y su presencia como recursos interpretativos para llenar de entidad a su (tarantinamente nominado) Seth Gecko, un criminal consciente de su equilibrio privado, de su fortaleza, de su profesionalismo, de su responsabilidad, pero también de su humanidad imperfecta, y acaso también de predicar lo cool transcrito en Clooney.


Plus: Sólo una estrella de su calibre posee el autocontrol requerido para evitar la visión de un trasero cimbreante como el de Salma.    

sábado, 6 de julio de 2013

Jean-Pierre Léaud en La maman et la putain (1973)


1973 fue un año especial para el eterno Antoine Doinel. Aquélla fue la temporada de El último tango en París, escándalo en el que compartía tiempo de pantalla con Maria Schneider, pero sobre todo --aunque ninguna escena-- con un titánico Marlon Brando a la altura de su propia leyenda, bajo la dirección fotográfica (que no dramática) de Bernardo Bertolucci, un cineasta grandísimo cuyo método, sin embargo, era tan europeo e irónico como el del veterano Léaud. Después de Los cuatrocientos golpes, y en una vena menos típica que la del Tango, no obstante, el soberano triunfo del actor francés sería otro filme de naturaleza, llamémosle así, filosófico-erótica (si podemos comprender un erotismo político, más intelectualmente efectivo en su capacidad destructiva o subversiva que el solitario amago de pornografía casi metalingüística practicado por Brando con mantequilla), donde su monumental interpretación protagónica sí lograría representar a esa otra escuela actoral (la de la Nouvelle Vague, en oposición al Método del Actors Studio), aunque siempre por debajo de su inigualable trabajo infantil con Truffaut --hey, el inmortal Brando será el mayor histrión del mundo, pero Antoine Doinel, con toda su vulnerable dureza, tenía que crecer para medirse con él. 

En la aclamada y controvertida película de Jean Eustache, el pasoliniano y sufrido héroe ocioso de Léaud es un narcisista artista del pensamiento, un monologante púgil dialéctico enamorado de las contradicciones primorosas de la vida y de la paradójicamente existencial vocación amatoria de las mujeres, criaturas ya entonces poco menos que enigmáticas. El previsible ménage à trois (la morena Bernadette Lafont y la rubia Françoise Lebrun lo completan) es mucho (muchísimo) menos un clímax físicamente provocativo que el lírico remate de una larguísima disquisición reflexiva sobre la (in)comunicación y su cíclico contexto histórico-social, un debate vigente que todavía interesará a los cinéfilos militantes.